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viernes, 2 de septiembre de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá - novela (fragmento)






Mariana, la detective, se detuvo frente a la vidriera de una librería. ¿te acordás cuando esperabas una docena de lápices de colores como regalo de reyes? Sí, claro, claro, pero y ahora ¿cuántas cosas habían sustituido esos lápices? Y lo veía todo como en un desfile: el primer novio, la primera cita, el primer trabajo, el primer desengaño. La ruptura con su mejor amiga, y también con su primer y único marido. El alejamiento de los lugares conocidos. Y esta vida ahora... tan lejos de esos lápices...
¡qué absurdo! Ahora estaba cerca de los cuarenta y era una mujer sola en Buenos Aires.
Y al pensar esto se vio reflejada en ese vidrio, estaba anocheciendo en la ciudad y las luces de las calles se habían encendido. No había podido despegarse del tema: averiguar acerca del caso de Willy Agastizábal, un empresario poco común. Tenía más de playboy que de hombre de empresa. Le había seguido el rastro con casi todos los conocidos. Había revisado su agenda desde el principio al fin. ¿A quién le quedaba por investigar?
Y frente a ella ahora, en ese vidrio vio reflejada a esa mujer que veía todas las mañanas con un perro.
El perro era blanco, tenía una cantidad de pelo como para cubrirse en una tormenta de nieve y no sentir frío. No era como la mujer del perro chiquito que a veces encontraba en el supermercado cuando iba a comprar. Esa mujer sufría algunos ataques, gritaba y el portero avisaba a los hijos o a la ambulancia para que la fueran a buscar y se la llevaran. Era una historia triste, sí. Pero esta mujer del perro blanco no. Era misteriosa, tanto o más misteriosa que algunas personas que Mariana veía casi a diario.
La veía venir a ella y al perro y empezó a preguntarse por qué si veía a esa mujer todos los días salir de su edificio ni siquiera sabía el nombre ni a qué se dedicaba. Entonces cómo iba a ser posible averiguar algo de algún amigo de Willy. Y empezó a cuestionarse a ella misma, cómo era que vivía en esa ciudad hacía tantos años y poco sabía de cualquier habitante que viviera en el mismo edificio, en la misma calle. Y sin embargo a veces se entretenía en un café mirando las caras, le parecían rostros conocidos, figuras domésticas, y todo era una ilusión, como ese espejo, donde ahora se veía reflejada.








(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

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