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sábado, 1 de diciembre de 2012

El hombre de la Singer


Estaba de moda escribir historias y leerlas en voz alta. Eran los años `80, las flores de la democracia habían revivido y soñaba.
Tal vez por eso imaginaba que podría escribir como Roberto Arlt. Acerca de todo y de nada, acerca de cualquier cosa. Imaginaba historias, observaba ¿para qué más? Entonces entré una tarde a la tienda, una modesta tienda de  un barrio de Buenos Aires, donde un hombre con cara triste vigilaba la puerta. En la vidriera había algunos batones para las señoras que salen a regar las plantas de las macetas de noche y en verano. Y también medias, calzoncillos y camisetas. ¡qué cosa triste! ¿no? todo eso. Pero lo vi triste al hombre, la piel apergaminada, y le pregunté cuánto costaba un camisón o un piyama. El hombre dijo una cifra, me pareció irrisoria y mientras tanto, ya adentro de la tienda, lo estudié.
Le dije que quería algunas camisetas, y una cinta, y ya no recuerdo qué y mientras él iba a buscar adentro de unas cajas observé la Singer. La máquina de coser. El volvió con las cintas y algunos alfileres que también le había pedido para hacer tiempo y se dio cuenta, creo,  del juego:

- ¿Le gusta la máquina? ¿Le interesa? Está a buen precio...

- Me gusta mirarla, me trae recuerdos, pero yo no sé coser ...

El hombre se entristeció más. No quiso escuchar mis argumentos, en realidad no sabía coser de verdad, nunca había aprendido y sin embargo me gustaba mirar esa máquina, como algo de otra época. Como un objeto que había salido del tiempo, como un marciano que hubiera aterrizado ahi en la tienda.

- Mi señora ya no cose más - dijo el hombre.

No le contesté pero el hombre siguió hablando:

- Mi señora no puede coser más porque está ciega y yo atiendo esto, pero ya no se hacen arreglos...

-¡Qué pena! ¿no? - dije

El hombre me miró y alzó los hombros, como si no pudiera hacer nada, como si todas las cartas estuvieran echadas. Puso en una bolsa las camisetas, las  cintas y los alfileres, me cobró y guardó el dinero en una caja. Las vitrinas donde se acumulaban hilos, cintas y medias debían tener unos ¿treinta? ¿cuarenta años? , calculaba. Me despedí del hombre y salí a la calle. Afuera los árboles tenían hojas verdes, era la primavera, y caminé rápido por la vereda sabiendo, que el hombre nunca sabría tal vez, que se había convertido en el tema de una historia.

(c) Araceli Otamendi