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lunes, 16 de enero de 2012

Extraños en la noche de Iemanjá - novela (fragmento)







































El mar se presenta calmo y crecido. A lo lejos veo palmeras, una gran cantidad , ¿una isla?
Voy caminando por la playa, hacia la isla. Piso la arena, y el camino de la playa se va volviendo angosto. Llego al lugar de las palmeras, enseguida debo volver. Pero el mar ha crecido mucho y hay que nadar. Es un mar verde casi esmeralda. Y el agua está revuelta, las olas han envuelto la arena y me cuesta nadar. Escucho a alguien, alguien muy cerca me dice que siga nadando, como sea, y nado, nado. Antes de llegar a la costa aparece la aleta de un tiburón.
Entonces despierto ¡me he salvado! , respiro profundamente, voy a tomar un vaso de agua, me
siento en el living. Frente a mí están las velas, los sahumerios, las estampas de la Diosa del mar, Iemanjá que Cintia me ha regalado esta mañana.
Seguramente era la manera de decirme que el plazo de mi visita había terminado.
¿Había sacado algo en limpio? Solamente sabía que Cintia estaba dedicada ahora
a cuidar a su bebé. Y que la relación con Mario Bruno había terminado, definitivamente.
O por lo menos, ella lo creía. ¿Pero lo creía yo? Desde que había tomado el caso de
la muerte de Willy Agastizábal, no sabía mucho más de lo que me había dicho mi clienta.
Cintia era la punta de un ovillo. Y Cintia creía en la magia. Estatuillas, amuletos, sahumerios,
velas como las que me había regalado. Era difícil indagar en una persona tan supersticiosa
como Cintia.






(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados










martes, 10 de enero de 2012

Extraños en la noche de Iemanjá - novela (fragmento)































"Privado" era el mensaje que se podía leer en la puerta. Antes, había entrado en una habitación, al azar. Había golpeado antes de entrar. Nadie contestaba. Como siempre, el olor a dinero y a lujo lo impregnaba todo.
Estudiaba la habitación. Tenía cuatro puertas. Una, por la que había entrado. Otra, comunicaba con el baño. La tercera daba a la terraza del hotel. Ahí había una pileta con agua de mar. El mismo azul del mar se instalaba adentro de la pileta, entre las lajas blancas, como en una película o en un sueño.
Hubiera querido chapotear en el agua. Pero no lo hizo. Le quedaba por investigar la cuarta puerta. Estaba cerrada con llave. Seguramente comunicaba con la otra habitación. Se preguntó si cada una de éstas comunicaba con la otra, ¿cuál de todas daba directamente al acantilado? Desde ese acantilado, tal vez se podría salir en un barco. Salió al pasillo, en ese momento no había nadie. Intentó abrir otro cuarto. Tendría que convencer a alguien para que lo llevara al lugar exacto. Mejor era volver a la recepción.
El hombre de los bigotes finos y la mirada de cuis dijo que sí, que tenían una habitación con terraza y salida al acantilado, directamente al mar. Esa habitación era más cara. Y en ese momento la ocupaba un príncipe europeo.
Puso unos billetes delante del hombre y vio el brillo de la codicia en los ojos marrones del empleado del hotel.








(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

viernes, 6 de enero de 2012

Extraños en la noche de Iemanjá - novela (fragmento)


















Se escucha el canto de los pájaros como un laúd y la canción triste y susurrante de los palos de las embarcaciones moviéndose con el viento.
También los árboles emiten su música. Son instrumentos. ¿Qué quieren decir? No puedo interpretarlos. Ahora. Estoy demasiado sorda, ¿o tal vez, demasiado sola?, para entenderlos. El sol también habla. Calienta y su calor me abriga y adormece. Me da sueño. De mala gana escribo, me detengo. Es el canto de los patos del pantano a las cuatro y media de la tarde. Me pregunto si García Márquez estuvo alguna vez aquí, contemplando el paisaje. Hubiera escrito acerca de este lugar. De la música del viento, de las hojas secas. De este rincón del Sur, de este paisaje. Me cae una hoja sobre el cuaderno y el canto de unos pajaritos que chillan se mezcla con el agudo de los teros.
¡Tero - Teru - Tero - Teru! - ¡Qué locos son los pájaros! ¡Qué dulce suena la voz de la calandria!. Las hojas del cuaderno se mueven como las velas de los barcos
que están a un costado, sigo escribiendo. Pese a todo.






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