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domingo, 10 de abril de 2011

Novela policial: Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)


Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)

Pedí un café y un agua mineral con gas. A través de los ventanales del piso 22 se podia ver Buenos Aires: el puerto, el río, los edificios de Puerto Madero, las grúas, los edificios de oficina, algunas terrazas. Era un día espléndido. Anoté en una libreta lo que tenía que hacer durante el resto del día. Abrí la libreta mientras la camarera me servía el café y el agua mineral en un vaso con cubos de hielo.  El día era luminoso y el cielo azul, pero el sol del mediodía lo hacía agobiante. En el restaurant había aire acondicionado y se estaba bien. En la página de la libreta donde tenía la lapicera para anotar algo había un número de teléfono. Era el de mi nueva vecina, una mujer alemana. Era una mujer relativamente joven. Hacía unos tres meses que vivía en Buenos Aires. Un día tocó el timbre de mi casa. Era de noche y se presentó como mi vecina, al lado de ella había un perro blanco, grande como un oso, peludo.  
Eran las once, me había quedado dormida mirando una película y cuando abrí la puerta no supe quién era ella ni qué hacía ahí con ese perro, un samoyedo blanco. Los dos parecían haber llegado en un trineo.

-          ¿Es suyo el perro? – me preguntó.
-          No, no tengo perro
-          Estaba frente a su puerta.
-          De alguien debe ser, no creo que haya llegado solo, de la calle hasta un quinto piso, dije.


 Las dos fuimos con el perro hasta el departamento del encargado del edificio, en el último piso. El
hombre atendió la puerta, ya tenía puesto el piyama y reconoció al perro :

- Es de la del primero F, se debe haber escapado, dijo. Se lo voy a llevar.

Y así fuí que conocí a esta mujer. Otro día la crucé en el pasillo y me dijo si podia tomar un café conmigo, que no tenía muchos amigos en Buenos Aires. Acepté. Fuimos al café de la esquina. Quería contarme su historia. Era una mujer delgada, alta, usaba el pelo lacio, casi no tenía maquillaje. Casi nunca reía.
En Alemania, me contó,  trabajaba como secretaria del director general de una empresa. Pero tenía la suerte o la desgracia, no sabía bien, de tener un coeficiente intelectual muy alto, mucho más alto que el del señor del que ella dependía. Con lo cual no podia seguir siendo la secretaria de él, le dijeron, y le insinuaron que no iba a progresar en esa empresa. Esto la motivó a cambiar de rumbo. Un amigo le comentó que podría trabajar en la Argentina ya que dominaba varios idiomas. Así que estaba trabajando ahora como secretaria en una empresa chica, se sentía más libre y tenía algunas expectativas.
   
      - ¿Le gusta trabajar aquí? – le pregunté

 -  Sí,  me gusta más que en Europa – dijo. También me gusta como son las personas de aquí
        -  Tenemos algunos buenos modelos – contesté
       
        Después de tomar dos cafés me preguntó si le podia recomendar algunos libros sobre Evita y el Che. Claro, le dije. Tengo varios, le puedo prestar alguno. Y también, si quiere, un día la invito a tomar mate y le presto algunos CD de Piazzolla, de Gardel. 

         La mujer, Ingrid, que así se llama se convirtió en una de mis clientas, poco después. Me pidió que investigara acerca de una persona que a ella le interesaba. No estaba dispuesta a perder siempre, me dijo. Quería formar una pareja estable y no quería volver equivocarse.
         Mariana, la detective, pagó la cuenta, guardó la libreta en el bolso y salió del restaurant. Era un día de un verano tropical que parecía no terminar. 

 (c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados 

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