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miércoles, 20 de abril de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)



El hombre seguía comiendo tranquilamente y yo fuí dos veces al baño, pasé delante de su mesa pero no levantó  los ojos del plato, en ninguna de las dos ocasiones. Era un restaurant chico lleno de pájaros enjaulados, pajaritos que cantaban mientras el sol les calentaba las plumas.
El hombre  parecía más joven del que había visto en las fotografías. ¿Cómo estar segura de que era Willy? Si todos tuviéramos una segunda oportunidad en la vida, si a todos se nos permitiera volver a empezar. Bebía una bebida de color naranja, no estaba segura de que tuviera alcohol y pensé que ya debería saber dónde vivía.
Terminé de comer y pagué la cuenta, esperaba que el hombre se incorporara y saliera para seguirlo. Lo hice durante varias cuadras, dí vueltas por la calle siguiéndole los pasos.
Finalmente, entró en una casita antigua con cortinitas terminadas en puntillas, en las ventanas. Me acerqué, había olor a hojas secas y quemadas en la puerta. Durante algunos momentos miré el cielo, había nubes con formas de unicornios y pegasos.
Luego llegó el sonido de la voz de una mujer, hablaba en portugués y el hombre le contestaba. Pensé que iban a abrir la puerta de la casa en cualquier momento. Pensé que el hombre había hecho su vida ahí, con otra mujer. Había huido con esa otra mujer al Brasil y no volvería. Era mi hipótesis. 
Decidí volver sola, aunque llamaría a Beny para decírselo. Alquilé un auto. Cambié de opinión. Ya había demasiado odio entre Beny y yo para confiarle el hallazago. Se lo diría después.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

jueves, 14 de abril de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)



El pájaro parecía aliviado, se había ido esa mujer extraña para él y ahora estaba solo con su dueño, el señor Agustini. El señor Agustini también parecía aliviado, se había ido Mariana, la detective y también su mujer. Ahora sí podia izar tranquilo otra bandera en el mástil del barco  e invitar a unos cuantos amigos de otros barcos  a tomar algunas cervezas.
Las plumas del ave se veían brillantes, caminaba a sus anchas por la cubierta del barco y había logrado que el señor Agustini lo prefiriera a él en lugar del perro al que a veces llevaba.
El hombre había hecho planes para el fin de semana donde no incluía a su mujer. La mujer del señor Agustini lo sabía, aunque éste no lo sabía  y también había hecho planes.
Hacía tiempo que ella  interceptaba el correo electrónico  del señor Agustini y también las conversaciones telefónicas.
No era el amor por su marido el motivo de tal espionaje sino la cuenta bancaria y el patrimonio acumulado. 
Después de tantos años, la mujer del señor Agustini no estaba dispuesta a compartir nada con nadie. No dejaría que el señor Agustini ni ninguna amante ni ninguna otra mujer se llevaran un solo alfiler de su casa, ni un solo peso de la cuenta del hombre. Ella era quien había logrado que el señor Agustini despegara económicamente, ella era quien le había dado ideas que él había llevado a la práctica. Sinceramente, después de tantos años, nada le importaba más que el señor Agustini, esa criatura que ella había contribuido a crecer y a formar.

Ahora que la mujer del señor Agustini había conocido a Mariana en el barco, pensaba que tal vez sería una buena posibilidad hablar con ella y encargarle que vigilara a su marido. Tendría que ser una vigilancia discreta, a lo lejos, muy disimulada. Y así podría dormir de noche más tranquila, sin elucubrar esos crímenes imaginarios que tanto la desvelaban.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados  

domingo, 10 de abril de 2011

Novela policial: Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)


Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)

Pedí un café y un agua mineral con gas. A través de los ventanales del piso 22 se podia ver Buenos Aires: el puerto, el río, los edificios de Puerto Madero, las grúas, los edificios de oficina, algunas terrazas. Era un día espléndido. Anoté en una libreta lo que tenía que hacer durante el resto del día. Abrí la libreta mientras la camarera me servía el café y el agua mineral en un vaso con cubos de hielo.  El día era luminoso y el cielo azul, pero el sol del mediodía lo hacía agobiante. En el restaurant había aire acondicionado y se estaba bien. En la página de la libreta donde tenía la lapicera para anotar algo había un número de teléfono. Era el de mi nueva vecina, una mujer alemana. Era una mujer relativamente joven. Hacía unos tres meses que vivía en Buenos Aires. Un día tocó el timbre de mi casa. Era de noche y se presentó como mi vecina, al lado de ella había un perro blanco, grande como un oso, peludo.  
Eran las once, me había quedado dormida mirando una película y cuando abrí la puerta no supe quién era ella ni qué hacía ahí con ese perro, un samoyedo blanco. Los dos parecían haber llegado en un trineo.

-          ¿Es suyo el perro? – me preguntó.
-          No, no tengo perro
-          Estaba frente a su puerta.
-          De alguien debe ser, no creo que haya llegado solo, de la calle hasta un quinto piso, dije.


 Las dos fuimos con el perro hasta el departamento del encargado del edificio, en el último piso. El
hombre atendió la puerta, ya tenía puesto el piyama y reconoció al perro :

- Es de la del primero F, se debe haber escapado, dijo. Se lo voy a llevar.

Y así fuí que conocí a esta mujer. Otro día la crucé en el pasillo y me dijo si podia tomar un café conmigo, que no tenía muchos amigos en Buenos Aires. Acepté. Fuimos al café de la esquina. Quería contarme su historia. Era una mujer delgada, alta, usaba el pelo lacio, casi no tenía maquillaje. Casi nunca reía.
En Alemania, me contó,  trabajaba como secretaria del director general de una empresa. Pero tenía la suerte o la desgracia, no sabía bien, de tener un coeficiente intelectual muy alto, mucho más alto que el del señor del que ella dependía. Con lo cual no podia seguir siendo la secretaria de él, le dijeron, y le insinuaron que no iba a progresar en esa empresa. Esto la motivó a cambiar de rumbo. Un amigo le comentó que podría trabajar en la Argentina ya que dominaba varios idiomas. Así que estaba trabajando ahora como secretaria en una empresa chica, se sentía más libre y tenía algunas expectativas.
   
      - ¿Le gusta trabajar aquí? – le pregunté

 -  Sí,  me gusta más que en Europa – dijo. También me gusta como son las personas de aquí
        -  Tenemos algunos buenos modelos – contesté
       
        Después de tomar dos cafés me preguntó si le podia recomendar algunos libros sobre Evita y el Che. Claro, le dije. Tengo varios, le puedo prestar alguno. Y también, si quiere, un día la invito a tomar mate y le presto algunos CD de Piazzolla, de Gardel. 

         La mujer, Ingrid, que así se llama se convirtió en una de mis clientas, poco después. Me pidió que investigara acerca de una persona que a ella le interesaba. No estaba dispuesta a perder siempre, me dijo. Quería formar una pareja estable y no quería volver equivocarse.
         Mariana, la detective, pagó la cuenta, guardó la libreta en el bolso y salió del restaurant. Era un día de un verano tropical que parecía no terminar. 

 (c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados