Seguidores

sábado, 26 de marzo de 2011

Simón One*



El chico se llama Simón y le dicen Simón One – Simón Uán - . Es el primer hijo de un matrimonio que lo tuvo a una edad bastante avanzada. Como querían un hijo perfecto – porque ellos se consideraban bastante perfectos – previeron todos los detalles antes de su nacimiento – cómo sería el dormitorio del niño, a qué escuela iría, cómo serían sus juegos, las vacaciones, etcétera, etcétera, etcétera…

Pero Simón ha cumplido ocho años y los padres ansían libertad. Libertad para salir, para ir al cine, para ir de viaje los fines de semana largos, para ir al casino de Mar del Plata o al de Pinamar -, en fin, añoran los años en que los dos estaban como de novios, casi de luna de miel. Y Simón, un niño bello y bastante travieso está ahí, cumpliendo el deseo de los padres y a la vez entorpeciéndolo.

Los padres de Simón One hubieran querido también tener una nena, pero por la edad de la madre, era desaconsejable. Entonces decidieron que Simón One fuera su único hijo. Lo miman, le compran juguetes – didácticos y de los otros, punteros láser y otros chiches - . Todo para que Simón One se entretenga y ellos puedan mirar los estrenos en el plasma.

El plasma está ahora instalado en una habitación especial que la madre de Simón One ha acomodado con almohadones de terciopelo, de telas hindúes, y cortinas haciendo juego. Y es que al padre de Simón One lo han ascendido en la empresa. Y gana ahora mucho más. El único problema para poder disfrutar de los nuevos  objetos adquiridos es el hijo de sus sueños: Simón One. Y es que el pequeño con sus preguntas y su curiosidad es capaz de interrumpir la proyección de un film que los padres ansían ver.

El edificio en el que vive Simón One con sus padres es un edificio nuevo en en un barrio porteño que se caracteriza por las nuevas construcciones que han proliferado en los últimos años.  Edificios altos con piscina y SUM  han surgido como hongos con la humedad. Y ahí está Simón One, con las zapatillas con luces compradas en un mall de Miami, el puntero láser y un oso de peluche tan grande como él. Ahí está Simón One mirando por una de las ventanas mientras los padres miran el último estreno en el plasma.

A veces los padres de Simón One, contratan a una niñera, una señora grande muy delirante, ella es poeta y además adivina. La madre de Simón One ha insistido que ellos, los padres, tienen derecho a salir de vez en cuando y dejar al niño con la baby-sitter. Pero la última vez que dejaron al niño al cuidado de esa mujer, el padre de Simone One casi sufre un infarto. Cuando abrieron la puerta encontraron a la niñera acostada en el sofá del living, roncando. Y a Simón One, acostado en la cama matrimonial mirando la televisión.

Entonces decidieron que o salían a comer afuera con Simón One o se quedaban en la casa mirando la televisión en el plasma. Ganó esta última alternativa. Y ahora Simón One está en su cuarto, apuntando con el puntero láser una de las ventanas del edificio de enfrente.

La mujer de la ventana iluminada, una de las dos ventanas iluminadas del edificio de enfrente al de Simón One es una maestra jubilada. Se sienta en el living para comer mientras mira la televisión. Su programa preferido es animal planet, le encantan las mascotas y su teoría es que la vida es mucho mejor si se acompaña con perros, gatos o cotorras australianas.
Y en eso, mientras come un poco de arroz y mira la televisión un rayo láser, de color verde entra en el living y sorprende a esta mujer. Y ella se horroriza, por semejante intromisión. No sabe que Simón One la está apuntando con el nuevo puntero láser desde el dormitorio, en el edificio de enfrente.  La maestra no sabe que los padres de Simón One están mirando el ultimo estreno en el plasma.
Hasta aquí llegué, piensa. Baja la persiana del living y sube el volumen de la televisión. En ese momento un hombre muestra una nueva raza de gatos hipoalergénica. Los gatos son terapéuticos, dice el hombre mientras muestra a los felinos sin pelo. La maestra se aleja de la ventana, ha corrido las cortinas y ahora va a la cocina a prepararse un té. Mientras Simón One busca un nuevo objetivo adonde apuntar.

© Araceli Otamendi

* de la serie Cuentos con niños

martes, 22 de marzo de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)



…Cintia se acomodó frente al espejo. La imagen de una mujer joven, con el vientre redondeado que le devolvía el cristal la hizo temblar apenas un poco.¿Qué iba a ser de ella de ahora en más? Se había alejado de Mario Bruno. Con Willy, ya no contaba. No sabía nada de él desde hacía casi dos meses. ¿Y con quien contaba? Se dijo y se contestó:
-          sólo conmigo misma.

La situación era sumamente difícil, desde los quince años había estado con Mario Bruno y esa pareja era insostenible. ¿Y entonces? Miró su imagen frente al espejo. Se sentía igual a una de sus tías, la que más odiaba. ¿Por qué el odio era uno de los sentimientos más constantes en su vida?¿ Acaso el odio no la había atado a Mario Bruno, desde hacía mucho tiempo? No sabía el motivo, simplemente lo odiaba, lo había odiado desde los primeros momentos de su relación. No había explicación alguna. Se sentía indefensa y a la vez atada a ese hombre. ¡Qué liberación haber escapado de él! ¡Cuánto le debía al accidente en la ruta! La había rescatado el detective. Quién sabe si hubiera tomado la decisión de escapar si no hubiera sido por eso. Tenía toda la vida por delante. Toda la vida, todo el tiempo… La noche era sólo un telón de fondo entre los edificios de San Pablo, esa ciudad….

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

miércoles, 16 de marzo de 2011

Manchas*

Fernando Diniz - Panel Caos Mandala (detalle)



En el color negro del mármol se dibuja una carita blanca. Es la cara de un adolescente, despeinado. Indago como en un roscharch qué imagen la ocupa. ¿Es James Dean, el rebelde del cine americano? Hoy no estoy de humor para el cine de Hollywood. Me basta con leer los diarios para imaginar cosas. O mejor, para no imaginar nada, sólo leer y pensar.  A veces quisiera escapar a una isla desierta, pienso. Sin embargo leí hace poco que un volcán en Filipinas en los años noventa  sin hacer erupción durante  seiscientos años, un día gritó con furia, escupió el fuego de abajo de la tierra y una tormenta de ceniza y de gas sulfuroso  barrió con la población en un radio de catorce kilómetros. Se necesitaron seis siglos para que esa tierra gritara con furia. No sé nada de la gente que ahí habitaba. No sé nada de los sueños de esas personas que seguramente soñaban y mucho. Trato de imaginarme las caras el día anterior al horror, antes de saber que la tierra se estaba revolviendo en sus entrañas para gritar después con rabia y brutalidad. Seguramente muchos de esos habitantes tenían sueños plácidos. Otros bucearían en el mar transparente, entre corales y ostras con perlas. Muchas mujeres habrán criado hijos, les habrán dado leche y calor. Muchos hombres habrán amado, habrán pescado para alimentarse y alimentar. Nada sabemos de esa gente ni de sus sueños. Imagino a uno solo de esos habitantes de la isla de la fotografía, cubierta de ceniza y de gas sulfuroso. Era un adolescente de pelo oscuro, como todo adolescente cuestionaba el mundo. Ese día, el anteúltimo de su vida y de toda la población, aunque no lo sabía, se largó en un pequeño barco  hacia el mar. El agua era cristalina y azul como el cielo del mediodía. Algunos pájaros pasaban cerca buscando comida. Llevaba una red para largarla cuando estuviera cerca de un cardumen. Iba a pescar lo necesario para comer. Cuando el sol estuvo en el punto más alto se sumergió en el mar durante algunos minutos y buceó. Algunos peces pasaron cerca rozándole la piel. Volvió a la superficie y subió al barco. El adolescente había ido a la escuela durante muchos años, y había soñado sin embargo con volver a la vida primitiva. Y ahora durante las vacaciones lo estaba haciendo. Sabía que era la única manera de vivir ahí. Tenía hambre y arrojó la red. Al principio quedaron atrapados algunos peces. A lo lejos se veía algún barco. Generalmente los barcos que navegaban en esa parte del mar eran de  turistas que se acercaban a la isla. Muchas veces el adolescente se preguntaba si sería capaz de salir de ese lugar y recorrer el mundo en un barco. Muchas veces se lo preguntó de noche,  mientras  miraba las estrellas a través de la ventana abierta. Muchas veces también quiso ver más allá de esas luces, las interrogó acerca de las formas que ellas no habían elegido para agruparse. Como tampoco ahora las olas del mar que lo salpicaban habían elegido la corriente que las atravesaba. Nadie tenía esas respuestas. El navegante cargó los peces todavía vivos y la red en la embarcación y navegó  hasta la costa. A lo lejos se veían algunas nubes oscuras con formas de animales. Grandes lobos grisáceos arrastraban un trineo gigante y vacío. El navegante no supo interpretar ese signo. Jamás lo había visto en el cielo. Cuando esas  nubes terminaron su  espectáculo  el adolescente se dirigió a su casa. El pueblo era casi una aldea de pescadores y ya era la tarde. Tenía la sal  del  mar pegada a la piel, se bañaría con agua dulce. Guardó los pescados  en la heladera. Entró al baño y abrió la canilla.  Mientras dejaba correr el agua vio en el piso de baldosa negra una mancha. Ahora sólo iba el trineo que antes había visto tirado por los lobos. Era un trineo blanco, gigantesco  y vacío, el adolescente sintió un raro escozor en todo el cuerpo. La imagen del trineo  era un signo de interrogación, como tantas otras cosas, pensó el adolescente bajo el agua de la ducha, un día antes de que el volcán entrara en erupción después de seiscientos años y una nube de gas sulfuroso y ceniza lo cubriera todo, arrasando con cualquier tipo de vida en un radio de catorce kilómetros.

( c) Araceli Otamendi – todos los derechos reservados



*Manchas se publicó en la revista Archivos del Sur hace varios años. 

imagen:Fernando Diniz
Panel caos mandala
(detalle)

miércoles, 9 de marzo de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)



Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)

La mujer del señor Agustini subió al barco, tenía los ojos desorbitados. Parecía una tigresa a punto de saltar.
Enseguida bajó la escalera y se encontró con el señor Agustini y Mariana en la mesa de juegos. Los dos seguían hablando de Mario Bruno y de Willy Agastizábal, mientras el señor Agustini insistía en que la detective bebiera algún trago.
Mariana percibió el odio y la furia de la mujer y apoyó aun más  la espalda contra el asiento. El señor Agustini miró a la mujer y en su cara regordeta y hasta ese momento amable se dibujó una sonrisa de circunstancia. No era la primera vez que su mujer aparecía así, mientras él había salido a navegar. Ella era capaz de cualquier artimaña, de sobornar a quien fuera necesario para no dejarlo a solas con nadie.
Escándalo tras escándalo, el matrimonio del señor Agustini venía durando años.
De ser princesa y reina de la vida y del corazón del señor Agustini, la mujer se había convertido en la “bruja” del barco.
¿Cómo se había atrevido él a poner la bandera con la cara de bruja cuando ella no estaba? ¿cómo se había enterado tan rápido del asunto?
El pájaro de plumas azules, amarillas y verdes se acercó al señor Agustini. Era evidente que el animal tenía simpatía por el hombre. Y era evidente también que el señor Agustini quería evitar un conflicto frente a extraños como Mariana.
El marinero se acercó a la mujer del señor Agustini y le ofreció un jugo de naranja con hielo y la mujer lo bebió. Había llegado justo a tiempo, dijo, porque esa noche tenía pasajes para viajar.
El señor Agustini se disculpó, tenía varios asuntos, negocios que resolver y no podría viajar esa misma noche.
La mujer inició un pequeño escándalo. ¿Por qué estaba la bandera de bruja en el barco? ¿Por qué el señor Agustini había roto ese código?
El hombre quería convencerla: el marinero se había equivocado, sonaba a falso. ¿Entonces? El señor Agustini presentó a Mariana:

-         La señorita es detective, está investigando el caso de Willy Agastizábal. Quería hacerme unas preguntas y la invité a subir al barco para poder hablar más tranquilo.
-         Tal vez yo podría aportarle algún dato – dijo la mujer. Ahora se veía más tranquila, o tal vez simulaba. Seguramente Mariana no era del tipo de mujeres que andaba revoloteando alrededor de su marido. Como ya estaba grande, al señor Agustini lo seguían cada vez mujeres más jóvenes, ávidas de un marido, de un amante o tal vez sólo de un hombre.

Pero la mujer del señor Agustini no era una fiera  fácil de domesticar. Era capaz de arañar, escupir o arrancarle el pelo, como mínimo a cualquier mujer que encontrara junto a su marido.
Se había sentado al lado del señor Agustini e intentaba decir cómo fue que lo conocía a Willy Agastizábal. Mientras, Mariana percibía el enojo del señor Agustini por vivir y hacerla vivir esa situación tan molesta y la furia contenida de la mujer.
Fue entonces que el vaso con jugo de naranja de Mariana se derramó sobre la camisa del señor Agustini.
En cinco minutos vamos a dar la vuelta dijo él mientras se limpiaba con una servilleta. Mariana suspiró aliviada.

Se había levantado viento y había olas grandes. A lo lejos se veían algunos nubarrones y en el aire se empezó a sentir olor a lluvia…

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

jueves, 3 de marzo de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)



Cintia - (San Pablo)

Cintia mira la noche, miles de ojos asomándose en ese telón negro que parece cubrirlo todo, mira los esqueletos de los edificios, levantados en esa inmensidad de hormigón armado y acero, enciende un cigarrillo, frente al espejo y se mira. La televisión emitiendo imágenes coloridas. Con el control remoto baja el volumen. Sólo quiere escuchar el silencio nocturno.  

La mujer se mira al espejo y ve una imagen distinta a la que está acostumbrada a ver. El cuerpo está más redondeado. La cara, también. No soy la misma Cintia, piensa.  Y hasta en la mirada hay cambios. Se acaricia el vientre, se estudia. Apaga el cigarrillo y se asoma una vez más a la ventana. Piensa en esos miles de ojos, en las ventanas iluminadas de esos edificios que casi no dejan ver el horizonte. ¿Hay algún horizonte? Se ha ido de la casa, ha abandonado a Mario Bruno, se ha escapado de él. Imagina que ese hombre, que se había convertido en el dueño de su vida, en todo momento, la está buscando. Toma una toalla blanca, esponjosa de la pila, en una de las mesas. La habitación es demasiado grande.
Cintia abre la canilla y deja correr el agua. Vierte un chorro de champú en una mano y lo deja caer sobre el pelo. El champú es como una gelatina de frutas, color naranja.  Con las dos manos se revuelve el pelo.  El champú, se deshace, se convierte en espuma, bajo el agua. Me quedaría horas bajo el agua tibia, piensa. Lavándome la cabeza, lavándome los pensamientos, lavándome los recuerdos, deshaciéndome de ese hombre, deshaciéndome de la memoria, deshaciéndome de una parte de mi vida, deshaciéndome de las palabras de Mario Bruno, deshaciéndome de muchas cosas más. Estaba harta. El agua corre, se desliza por el cuerpo de Cintia, llega hasta la bañera y se escurre por la rejilla. Las burbujas brillantes del champú se deshacen y desaparecen. Hay un perfume distinto ahora, en el baño y en la habitación. Es un perfume a limpio, a serenidad, a nuevo.
Entonces el timbre del teléfono irrumpe en la habitación interrumpe el silencio de la noche, de esa noche que con sus miles de ojos es el telón de fondo, la escena que envuelve la ciudad hasta el amanecer…

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados