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miércoles, 28 de diciembre de 2011

domingo, 13 de noviembre de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá - novela (fragmento)





























Recorrí los estantes de la biblioteca. Tenía varios volúmenes de teatro: Berenice, Fedra, Las brujas de Salem, Orfeo de la concepción, Las Bacantes, Rey Lear. Tomé uno de los libros al azar, casi sin mirar.
Era Berenice. Mientras, Cintia preparaba unos refrescos en la cocina, el niño había dejado de berrear.
Me senté con el libro en una silla y oí un grito de Cintia:

- ¡Es de Philippe Starck!

Mis ojos se asombraron, la silla era transparente, para mí era un silla de plástico. Ella vino con los vasos de refrescos en una bandeja y sin sentarse aclaró:

- La silla es de Phillipe Starck. Es uno de los mejores diseñadores del mundo - aclaró.

- ¿Regalo de Mario Bruno?

- Digamos bien ganancial. Nunca estuve casada con él, estaba harta, no sé si usted se dio cuenta.

- Pero sí tuvo un hijo con ese hombre.

- Usted ni nadie pueden saber de quién es mi hijo.

- Está bien, por ahora no hablemos del asunto, si usted no quiere.

Cintia me alcanzó el vaso con el refresco y noté que su cara había cambiado. Las facciones estaban tensas, la mirada oscura, como si se hubiera retirado en ese momento, no parecía estar ahí. Para llamarle la atención estiré el brazo y puse delante de ella, casi, el libro que había tomado de la biblioteca.
Enseguida reaccionó:

-¿Qué intenta decirme con esto?

- Quisiera saber si usted proyectaba una vida distinta de la que llevaba con su pareja, con ese hombre, Mario.

- Siempre quise ser actriz de teatro, pero la vida me llevó al cine.

- ¿Tomó clases de teatro?

- Sí, a escondidas. Me preparaba para ser una verdadera actriz y no una estrellita de cine.

-¿Y por eso leía Berenice?

- Sí, y unas cuantas cosas más.

En ese momento sonó el timbre del portero eléctrico y Cintia atendió. Se excusó y dijo que tenía que bajar a atender a alguien. Mientras dí vueltas por el living, cada vez me asombraba más la cantidad de objetos, estatuillas, piedras, cristales, pirámides que tenía acumulados en una repisa.
Habrían pasado cinco minutos cuando Cintia entró al living con un ramo de peonías, de color
rosa envueltas primorosamente en papel celofán con una tarjeta.

-¡Qué lindas flores- atiné a decir

Pero Cintia no me contestó. Fue directamente a la cocina y no volvió al living enseguida.

Los minutos de silencio se hicieron eternos. Caminé hasta la cocina y ahí la vi, de pie, estaba
transfigurada, su cara había cambiado nuevamente. Lo que sí estaba claro era que el regalo no
le había gustado. Las flores estaban en el cesto de residuos, las peonías asomaban sus rozagantes pétalos envueltas todavía en el papel celofán.

- ¿Se siente bien? - pregunté. Cintia estaba pálida, y se mantenía callada. Tomé uno de los vasos de vidrio de la mesada, abrí la canilla, lo llené y se lo ofrecí.

La mujer bebió el agua de a sorbos, se mantuvo pensativa durante algunos segundos...

(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

miércoles, 19 de octubre de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá - novela (fragmento)















Toqué el timbre del portero eléctrico, nadie contestaba pero la chicharra sonó, entonces empujé la puerta de calle y entré.
El edificio tenía unos cuantos años, pero lucía bien, la entrada tenía dos sillones de metal y un espejo, nada pretenciosa. Había tres ascensores y me pregunté cuál era el indicado para ir al departamento de Cintia.
Seguramente el bebé la tendría ocupada.
Subí al ascensor que llegó primero. Era un ascensor también antiguo. La imagen que me devolvió el espejo no era la mejor mía esa mañana. Tenía ojeras, casi no había dormido y cuando desperté, a eso de las cinco me di cuenta que hoy tendría que visitar a Cintia, no podía aplazar la visita. Desde el pasillo se escuchaba berrear a un niño. Pensaba qué era lo que podía decirle ¿ella estaría dispuesta a decirme algo? Tal vez no quisiera hablar de Mario Bruno, tampoco de Willy. Ahora tenía un hijo y tal vez quisiera olvidar el pasado.


- ¿Y por qué se le ocurre que yo podía haber tenido una relación con Willy Agastizábal?
- No he dicho nada de eso, sólo le preguntaba qué tipo de relación tenía usted con Willy y su mujer, Marta
- La relación que se puede tener con el socio y la mujer de mi pareja, Mario Bruno, ninguna otra - contestó Cintia.

Me quedé callada, me dediqué a observar durante algunos instantes el living. Había adornos, recuerdos de viajes colgados en las paredes. También algunos objetos en una repisa.
Mientras Cintia iba y venía, el bebé se había dormido, yo miraba cada uno de esos recuerdos.
Me detuve en una estatuilla. Era una escultura de madera. Cintia se acercó en ese momento.

- ¿Le interesan las esculturas?
- Sí, sí, claro
- Esta escultura es de Haití, es un objeto mágico - afirmó.
-¿Mágico? ¿Y cuál es la magia? - pregunté
- Dicen que quien tiene una estatuilla así está protegido, además aleja a las personas que
quieren dañarlo.
-¿Usted cree en eso?
- Por supuesto
- ¿Y por qué querrían hacerle daño?




Cintia no contestó.




Entonces pensé en qué otras cosas creía Cintia. Se me ocurrió preguntarle entonces acerca
de su viaje a Haití.

- ¿Y cuándo estuvo en Haití?
- En realidad no estuve nunca. Hicimos con Mario Bruno un viaje por Centroamérica, el Caribe y en algún lugar, ya no lo recuerdo, en alguna de las islas compré la estatuilla.
- ¿Usted cree en el vudú, Cintia?
-¿Y por qué no voy a creer?

Me miraba perpleja, como si lo que le estaba preguntando no tuviera ningún asidero. Esta mujer creía en la magia, en la magia de todos los colores, en muchas supersticiones. Me mostró entonces la muñeca izquierda: tenía atadas varias cintas de color rojo y explicó: son contra el mal de ojo.
Luego me indicó el camino a la cocina: una gran ristra de ajos atada con un moño rojo colgaba cerca de una alacena. Sobre un armario vi también varias figuras de madera similares a la estatuilla del living.

-¿Le parece raro?

- No, para nada - dije

Y era cierto. Raras, me parecían otras cosas, pero no que Cintia fuera supersticiosa, muchas personas lo eran.






(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

sábado, 8 de octubre de 2011

Cuentos publicados en la revista La Casa de Asterión

(Buenos Aires)

Mis cuentos Vuelta a casa tomada y Colores han sido publicados en la revista literaria La Casa de Asterión.

Se pueden leer en el siguiente enlace:


http://casadeasterion.homestead.com/v11n44orfeo.html

lunes, 26 de septiembre de 2011

Preguntas












Preguntas

¿Quién diseña mi cuerpo? ¿quién elige mi color de pelo? ¿quién dice cuándo debo dejar de
escribir? ¿quién diseña la ropa que me voy a poner? ¿quién dice que es tarde para algo?
Preguntas, son sólo preguntas. Respuestas, no encuentro, si las encuentro no me convencen.
¿Quién dice que es tarde para la poesía? ¿quién dice que es tarde para regar el jardín?
La noche llega siempre, porque sucede a la tarde y al día. Pero amanece, siempre amanece, y
entonces el tiempo es el tiempo de las flores y de la luz y de regar la tierra y las plantas, es la
hora de regar el jardín.
¿Quién dice que el agua no debe fluir cuando fluye? ¿quién dice que no es dicha volver al
país de la infancia si toda la poesía afirma lo contrario? ¿quién dice que las sombras no se disipan
con la luz? ¿quién dice que criar a un niño no es la mayor felicidad cuando la experiencia me dice
lo contrario?
Alguien dice que es tarde para escribir poesía o para recitarla. Alguien dice también por ahí que
es tarde para escribir un cuento o que es tarde para publicarlo. Yo lo niego, enfáticamente. Porque nunca es tarde para hacerlo, y escribir un cuento o recitar un poema pueden brindarnos una gran felicidad, aunque sea por momentos.
A solas con mi yo, tal vez frente al espejo, comento estas cosas, parecen tan vanas ...Y una tarde a solas con uno mismo nos puede plantear una serie de preguntas, aquí frente a la máquina o tal vez en la calle mirando vidrieras. Y las respuestas llegan a través de distintos mensajes que nos van ofreciendo muchas veces la televisión, los diarios, las revistas de moda, y etc. etc. etc.




(c) texto y de la imagen Araceli Otamendi




imagen: Homenaje a Frida Kahlo (óleo)

viernes, 16 de septiembre de 2011

Cuento:Sueño del tigre









Un tigre grande, amarillo, con rayas negras anda suelto por la casa. Hay que ponerle un collar y una correa y llevarlo al veterinario, pero ¿quién le pondrá el collar?






Araceli Otamendi






publicado en Cuaderno para anotar los sueños



compilación de María Cristina da Fonseca



ilustraciones de Macarena Ortega



Editorial Colorama (Chile, 2005)



viernes, 2 de septiembre de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá - novela (fragmento)






Mariana, la detective, se detuvo frente a la vidriera de una librería. ¿te acordás cuando esperabas una docena de lápices de colores como regalo de reyes? Sí, claro, claro, pero y ahora ¿cuántas cosas habían sustituido esos lápices? Y lo veía todo como en un desfile: el primer novio, la primera cita, el primer trabajo, el primer desengaño. La ruptura con su mejor amiga, y también con su primer y único marido. El alejamiento de los lugares conocidos. Y esta vida ahora... tan lejos de esos lápices...
¡qué absurdo! Ahora estaba cerca de los cuarenta y era una mujer sola en Buenos Aires.
Y al pensar esto se vio reflejada en ese vidrio, estaba anocheciendo en la ciudad y las luces de las calles se habían encendido. No había podido despegarse del tema: averiguar acerca del caso de Willy Agastizábal, un empresario poco común. Tenía más de playboy que de hombre de empresa. Le había seguido el rastro con casi todos los conocidos. Había revisado su agenda desde el principio al fin. ¿A quién le quedaba por investigar?
Y frente a ella ahora, en ese vidrio vio reflejada a esa mujer que veía todas las mañanas con un perro.
El perro era blanco, tenía una cantidad de pelo como para cubrirse en una tormenta de nieve y no sentir frío. No era como la mujer del perro chiquito que a veces encontraba en el supermercado cuando iba a comprar. Esa mujer sufría algunos ataques, gritaba y el portero avisaba a los hijos o a la ambulancia para que la fueran a buscar y se la llevaran. Era una historia triste, sí. Pero esta mujer del perro blanco no. Era misteriosa, tanto o más misteriosa que algunas personas que Mariana veía casi a diario.
La veía venir a ella y al perro y empezó a preguntarse por qué si veía a esa mujer todos los días salir de su edificio ni siquiera sabía el nombre ni a qué se dedicaba. Entonces cómo iba a ser posible averiguar algo de algún amigo de Willy. Y empezó a cuestionarse a ella misma, cómo era que vivía en esa ciudad hacía tantos años y poco sabía de cualquier habitante que viviera en el mismo edificio, en la misma calle. Y sin embargo a veces se entretenía en un café mirando las caras, le parecían rostros conocidos, figuras domésticas, y todo era una ilusión, como ese espejo, donde ahora se veía reflejada.








(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

martes, 2 de agosto de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá - novela (fragmento)


-¿Quiénes eran sus nuevos amigos? - preguntó Mariana


- Eran varios, algunos artistas, fotógrafos, pintores. Cuando ellos venían a casa Willy se portaba como un maniático. Era desagradable, decía cosas horribles, si era invierno abría las ventanas, en verano las cerraba o hablaba de temas irritantes, para molestar.

- ¿Cuáles eran esos temas?

Marta parecía aliviada contando aquellas cosas y dijo:

- Hablaba mal de los artistas, a quienes consideraba unos vagos extravagantes, hablaba mal de todos

- No se salvaba nadie- dijo la detective y agregó: - ¿Alguna vez se hizo atender por un psicólogo?

- Algunas veces se atendió con una psicoanalista - contestó Marta.

- ¿Podría decirme el nombre de la psicoanalista?

- Creo que se llamaba Rosa, Rosa y algo más, no lo recuerdo bien.

Mariana pensó entonces que ahora sí podría atar algo más de un cabo suelto y que no había sido tan inútil la visita que le hizo a Rosa Té, la psicoanalista. Decidió seguir adelante con las preguntas.

- ¿Y usted cómo reaccionaba?

- Con un odio ciego, odiaba a Willy durante varios días cuando se comportaba así. Hasta que después me reconciliaba. Hasta que el odio volvía a aparecer.

También Mariana pensaba en el odio, esa pasión triste según Spinoza, el odio que vive en distintas formas y generalmente no se deja aprisionar por las palabras, tiene claroscuros como las fotografías, flujos, movimientos, como ese barco donde navegaban. El odio que viene a veces revestido con otro disfraz, como la envidia, que nunca viene vestida de envidia como decía Martin Amis en su autobiografía Experiencia...y de la que hay que alejarse ...
 
(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

sábado, 21 de mayo de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)




Créase o no, el novio de Leonor Martínez de Andrade, la madre de Rosa Té, la psicoanalista, era bastante perverso, además de vividor y gigoló. Tanto Rosa Té como su hermana no necesitaron mucho tiempo para darse cuenta de la clase de personaje que era. Lo vieron venir a mil leguas de distancia.
Ya lo tenían bastante estudiado cuando ocurrió la escena del cumpleaños de Leonor. Y ahí, gracias al mono se develó la verdadera edad de Leonor. Aunque nunca, ni siquiera las hijas habrían podido descubrirla.

La señora Leonor Martínez de Andrade, que aún después de muchos años de ser viuda continuaba usando el apellido de su primer marido y padre de sus dos hijas, era una especialista en máscaras. Le gustaba
disfrazarse aún ante los miembros más íntimos de su familia. Nunca, ni siquiera Rosa Té sabría quién era realmente su madre. Leonor nunca se lo hubiera permitido, porque, sostenía, que ella había tenido una vida
antes de casarse y de ser madre. Y esa vida le pertenecía sólo a ella. La vida de Leonor era una incógnita. Le hubiera gustado ser una estrella de cine ya que su belleza le auguraba una buena carrera en el espectáculo, le hubiera gustado ser una cantante, ya que su voz seguramente le hubiera dado para soprano. ¿Lo había sido? Sin embargo, un día determinado decidió casarse y tener hijos. A partir de ahí, cambió el rumbo, se alejó de sus fantasías para retormarlas después de quedar viuda. Y entonces fue cuando apareció ese hombre joven que como un  albatros el detective había visto nadar en la playa.



Ahora era el turno de Mariana. Contratada por Marta Agastizábal para seguir con la investigación. ¿Debería ir a ver a Rosa Té? se preguntaba mientras apartaba algunos objetos para guardar en la valija, la pequeña valija que la acompañaría en el avión. ¿Debería ir a ver a Leonor? ¿Qué podrían saber esas mujeres acerca de Willy Agastizábal? A veces un manto de silencio tapaba los acontecimientos. A veces los allegados a alguien como Willy decidían no hablar, olvidarse del tema, seguir con su vida. Mariana sabía que eso podía ocurrir, pero también sabía, se dijo mirando la pistola beretta que había acomodado en su cintura, que también podía ocurrir todo lo contrario. A veces mujeres despechadas con un hombre han decidido hablar, tal vez inventar, tal vez sólo por venganza. A veces hombres despechados con una mujer también decidían hablar, inventar, tal vez sólo por venganza. Entonces, decidió, iría a verlas ni bien el avión aterrizara en Montevideo.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

sábado, 7 de mayo de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)



El monito, macaco, macaquinho, como se prefiera llamarlo fue visto por la playa por un niño. En la "mano" tenía un papel. Varias personas corrían detrás de él, contaba el niño, pero fue inútil. El macaco corría más velozmente que sus seguidores. El mono sonreía después de arrojar el papel al mar.
Entretanto, Mariana se entretenía en el lujoso hotel del acantilado revisando los objetos, la ropa del pasajero de la habitación número nueve.
¿Qué secreto del muerto, Willy Agastizábal, se había ido en el papel que arrojó el mono al mar?
Eso se lo preguntaría la detective después, varias horas después...

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)




Ya frente a la puerta de la habitación golpeó, pero  Nadie contestaba, entonces había entrado.
Como siempre en ese lugar, el olor a limpio, a lujo, a ricos impregnándolo todo. Estudió el cuarto. Tenía cuatro puertas. Una, por la que había entrado, la otra comunicaba con el baño. La tercera daba a la terraza del hotel. Ahí había una pileta con agua de mar. Parecía que el azul del mar se había instalado ahí, en la pileta, entre las lajas blancas, como en una película o en un sueño. Hubiera querido chapotear ahí, en el agua. La cuarta puerta comunicaba con la habitación contigua, estaba cerrada con llave. Se preguntó si cada una de las habitaciones comunicaba con otra y así sucesivamente. ¿Cuál de todas esas puertas daba directamente al acantilado? Le llevaría un tiempo dar con esa, justamente. Algunos de los cuartos estaban cerrados con llave.

Volvió a la recepción. El hombre de la mirada de cuis, los bigotes finos y recortados dijo que sí, que tenían una habitación que daba directamente al acantilado, es decir tenía salida directa al mar  pero costaba mucho más que cualquier otro de los cuartos. En ese momento, dijo, estaba ocupada por un príncipe europeo.
Mariana puso algunos billetes sobre la mesa de la recepción y la codicia brilló en los ojos del hombre.
- Quisiera una habitación cerca de ésa – dijo Mariana.
Poco después, un empleado del hotel conduciría a Mariana por un pasillo que, como un laberinto iba de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Finalmente el empleado se detuvo frente a la habitación número 7. La suite, dijo el hombre. Luego abrió la puerta y Mariana se quedó sola mirando la deslumbrante vista al mar.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

domingo, 1 de mayo de 2011

Noche ciega - Homenaje a Ernesto Sabato



Noche ciega

                                                           A Ernesto Sabato


Si no me hubiera encontrado con Germaine, si no me hubiera hablado del video, de los ciegos, de Sabato jamás me hubiera puesto a escribir lo que escribí. Además creía que lo de la televisión era una coincidencia más, pero Germaine me aclaró: se pretende demostrar que la gente cree más en ficciones y menos en realidades. Por supuesto le digo, por supuesto, y sigo sin entender.
Vacilo, doy vueltas, la taza de café, el agua, todo está listo para comenzar. La lapicera apoyada sobre la hoja en blanco. La tinta correrá de prisa, se deslizará y garabateará las letras. La historia está.
Se me había ocurrido una frase genial: “la noche es ciega”. Porque no nos ve. ¿Por qué somos tan ilusos que creemos ver algo adentro de ella? Pero no, es ciega porque es oscura, es negra, es opaca como los ojos de los ciegos. Pobrecitos, tengo una obsesión con el famoso “informe” de Sabato. Un día, no me acuerdo cuál, iba caminando por Florida desde avenida de Mayo hacia Corrientes. Tenía el “informe” intacto en la memoria y me cruzo con un ciego muy joven, delgado y buen mozo que apoyaba sus manos en el bastón blanco. Hacía calor y era temprano, una  mañana recién nacida y el ciego esperaba. Me puse a mirar la vidriera de Pierre Cardin y con fantasías al ciego que hubiera jurado que veía. A los diez minutos llegó una chica y se besaron. Se me está haciendo tarde aunque como dijo Bergson el tiempo es una división de la conciencia.

Todo puede ser casualidad. Me encuentro con Germaine. Me pregunta si la vi por televisión y no entiendo nada. Porque la había visto pero no sabía que era ella. Protagonicé un programa sobre Sabato – me dice. Yo era Alejandra. Pero si vos no sos actriz, le digo. ¿Eso qué tiene que ver? – me responde. Y tiene razón. Sigo sin entender nada. Luego me dice: la casa de Sabato era y no era. ¿Qué tiene que ver todo esto? El ciego estaba con la chica. Los dos se fueron caminando tomados del brazo hacia Diagonal Norte donde una vez los vi bajar de un taxi a Borges y a María Kodama. Me acuerdo que él tenía una remera verde esmeralda, no Borges no, el ciego. Y ella un vestido blanco. Era bajita y tenía el pelo castaño oscuro. Ella sí veía. Parecían felices. A los dos días estaba yo en el club esperando a alguien y aparece el ciego con el bastón y la misma remera. Se detiene cerca de la puerta de entrada y se queda ahí muy quieto. Germaine me dice que hay más casualidades y que en la casa de Sabato había vivido su madre cuando era chica y no era de Sabato. En Santos Lugares, al lado vivía Jorge Amado en sus años de exilio en la Argentina. Sigo sin entender. El ciego se encuentra con la chica, se besan, conversan unas palabras y se van. A esta altura de los acontecimientos alguien dirá si el “informe” me ha hecho mal. Y yo digo que no, que es pura casualidad. Tendría que escribir la historia de Paulina, era tan fácil pero ya no sé por qué sigo escribiendo todo esto. Germaine dice que la abuela dice que Jorge Amado era un perverso que se deleitaba mirando a los conejos del jardín, como hacían el amor.

Ay, qué espantoso es viajar en subte. Debía ir a un lugar a comprar unos materiales para un cuadro. Me recomendaron la línea E, frente al Cabildo. Otra coincidencia con el informe. Además esa línea es infame por lo vacía, casi nadie viajaba. No sé por cuánto tiempo evité el subte después de aquél día. Llegué a San Juan y Boedo. Caminé algunas cuadras, compré los materiales y emprendí el regreso. Y otra vez me encuentro con el ciego. Parado en la entrada de una casa vieja, que ni memoria tiene, a su lado un perro, el clásico perro ¿pero cómo me pude olvidar de ese detalle? En el club el ciego también estaba con el animal. Y había un chico junto a él. Era una típica casa baja y chata con patio exterior y sin árboles, qué aburrido. Ya casi, casi estaba por pedir a gritos un exorcismo. Pero no, me quedé por ahí, disimulando no sé qué extrañeza. Durante un rato observé la pasmosa tranquilidad del ciego, su expresión boquiabierta, su sonrisa trágica. Pero esta vez la chica no apareció. Qué tema.

Café, agua con hielo y el sol que quiere atreverse a entrar pero no puede, es rechazado por el vidrio oscuro, una veladura diría si estuviera pintando. ¡Qué lástima! ¿Cómo abandoné mis cuadritos que tanto bien me hacían? Pero el arte no sé quién lo dijo no se hace para el bien de nadie, es una forma de reparar lo irreparable, de juntar piezas rotas, de crecer ¡qué palabra más gastada! Hoy todo el mundo quiere crecer. Como los chicos que quieren ser grandes y después cuando tienen la estatura de mamá o de papá se dan cuenta de que no saben qué hacer con sus vidas. Pero en este momento sí, creo saberlo. Me dio pena verlo así, esperando, con sus anteojos oscuros y una sonrisa extraña. Nunca había oído su voz y la imaginé gutural, como salida de una caverna. Hubiera querido preguntarle algo ¿pero qué? Sería ridículo preguntarle la hora justamente a él ¿y si luego seguía la conversación? ¿qué le diría? Hemos visto innumerables películas donde los ciegos ocultan que han recuperado la vista. ¿Cómo confiar en ellos? Otra tarde en el club. En el bar la había visto a ella acompañada por un hombre joven, no sé si era lindo porque me quedé azorada y enseguida pensé en el ciego, en el perro y en la casa de San Juan y Boedo. No lo conocía pero ¿por qué me lo cruzaba siempre? No sé. Y esa sonrisa extraña en su boca. Comenzó a mover su bastón de izquierda a derecha y al revés, porque viceversa me parece una palabra horrible. Di vuelta la cabeza pero no pude, no pude decirle nada ¿qué tendría que haberle dicho? ¿desde cuándo me importaban las vidas ajenas? La chica tenía el vestido blanco y corto. Era bajita pero bien formada. El ciego pasó el control del portero y caminó junto a su perro y no sé, no sé cómo podía seguir ese pasillo con tantos recovecos y escalones que hay que subir y bajar. Porque ascensores hay muchos. Era la época en que había abandonado la esgrima cansada de soportar que por no entrar en el juego de todas se acuestan con todos, se pasaran películas pornográficas en la pequeña sala de reuniones de la sala de armas. Y después ¿qué te pareció? Y nada ¿qué me va a parecer? Nada. Y tuve el temor de que el ciego llegara hasta aquí, al piso nueve. Se detuvo ante la puerta de la sala. El ruido del acero llamó su atención. Seguramente lo habría escuchado antes. Tuve miedo.




Hicimos un viaje corto a las Caldas da Emperatriz, muy cerca de Florianópolis. Creí que había llegado a Shangri-la. Todo el mundo vestía salida de baño blanca. Piscina de agua mineral interior, piscina exterior, la vegetación que cuelga de cualquier parte y cruza cascaditas y puentes. El vivero, el hotel un paraíso que no se puede creer. Dentro de la habitación un baño con una bañera enorme de donde sale también agua mineral y los consejos: mientras toma un baño de inmersión debe beber dos botellitas de agua que están en la heladera. Antes de dormir jugar al pool, y charlar cafecinho mediante. En la cama mirar la película que pasan por video cable. Y después hacer lo que quieras. Y entre las cosas que se podían hacer estaban darse un masaje. Claro, estuve media hora nadando en la piscina interior, rodeada de enormes helechos naturales, bañándome también con la luz que se filtraba del techo. Tenía turno después. Cuando entré casi me muero. El masajista era un ciego. Tenía anteojos negros. Y esa voz tan particular. ¿Dónde quiere el masaje? En la espalda – le dije. Y me preguntó el nombre. Enseguida me dijo que ese lugar había sido elegido para descansar por una princesa portuguesa que llevaba mi nombre. ¿Qué le pasa? – me dijo. Está tensa. Y sí, lo estaba. ¿Por qué? – insistió. ¿Cómo explicarle mi temor ante los ciegos? Mi desconfianza. ¿Y si ese hombre supuestamente ciego me amasaba la espalda pero mientras no hacía más que mirarme? Yo también soy casado – me dijo. Tuve que sacar conclusiones. Y me sentía molesta. Tenía dedos mágicos que quitaban el dolor de espalda. Cuando quiera vuelva – me dijo. Era joven y feo. Y esos terribles anteojos oscuros. Me puse la salida de baño y caminé un rato por el parque. Luego me senté a tomar un cafecinho en el lobby y un jugo también. Les molestaba servir cafecinhos, será porque son gratis.


Si Van Gogh hubiera sido ciego el mundo hoy  sería  distinto. Y Antonin Artaud no habría podido escribir lo que escribió. Pero por suerte para los que pudimos ver sus cuadros Van Gogh veía. Aunque no todos los que podemos mirar vemos en realidad lo que creemos que vemos. Y los ciegos deben ver otras cosas que ni siquiera imaginamos. El ciego llegó al noveno piso del club y sintió el perfume de ella. Y acarició su ausencia con los otros sentidos. Se sentó en el lugar donde hacía poco ella hablaba con otro. Desde el teléfono público de afuera, con la monotonía de la hora oficial en mi oído contemplaba la escena. La reconstrucción de los momentos anteriores a través del olfato. El ciego acariciaba al perro sentado a su lado. Y la chica besándose en los pasillos con el otro. Sentí el tintineo de las monedas para hablar por teléfono y el resoplar de un hombre que miraba su reloj  y movía impaciente el pie izquierdo haciéndome notar lo prolongado de mi conversación. ¿Cómo explicarle? La risa de la mujer tan lejos del lugar, caminando por la 9 de Julio. Y el ciego no terminaba su café. ¿Cómo decirle todo eso y que el teléfono no era más que una excusa? Colgué el tubo y me fui. El violeta su fundía en el azul y las siluetas de los edificios ya se recortaban en el atardecer de Buenos Aires.

Al lado mío Fernando Vidal Olmos debe ser un poroto. Porque si bien él sabía sobre la confabulación de los ciegos mis temores son más grandes todavía. ¿Y si el romance del ciego y la chica no hubieran sido más que una excusa para llamar mi atención? ¿Por qué Florida 1 esa mañana, por qué cerca de la zapatería y de Pierre Cardin? ¿Acaso sabían que siempre me detenía ahí antes de llegar a la oficina? ¿por qué justamente ese club? ¿por qué la casa de San Juan y Boedo? Y ahora el triángulo. Y las preguntas fueron aumentando hasta un límite intolerable. Y una tarde saturada de humedad y de calor aumentó mi sorpresa. Salí de Perón y Reconquista hacia Florida. Luego Florida hasta Corrientes. Y una más hasta Lavalle. A las siete iríamos al cine. Me encontré con él. A las siete y cuarto empezaba la película. Sentí una voz conocida detrás de mí. Enseguida me dí vuelta y los vi. El ciego y la chica. ¿Cómo explicarle a él todo eso? Vamos, por favor, vamos a otro cine. ¿Pero qué te pasa? No me gusta la película. El tema, el tema es un absurdo, no me interesa. ¿Y ahora qué hago con las entradas? No sé, devolvélas. Y mientras, en el cine, los movimientos del ciego se ejecutaban uno tras otro. Apenas comenzada la película le desabrochaba la blusa a la chica y acariciaba sus pechos carnosos como melones maduros. Ella se excitaba como una gata recién desflorada. Antes de llegar a la mitad de la película salieron del cine. Y cuando ya me había comido las frutas de un trago largo en un boliche de Carlos Pellegrini los vi pasar. Vamos, tenemos que salir de aquí – dije. ¿Adónde? Me miró perplejo. – No sé, hace calor, a tomar aire fresco. Y nos fuimos. Pero habían desaparecido de nuestra vista.


Ya había terminado de repasar todos los temas del examen que rendiría a la noche cuando salí de la biblioteca y me fui a cambiar al vestuario. Nadé un rato en la pileta. El vapor inundaba el ambiente y el griterío de los chicos aumentaba la confusión que ya tenía con las series convergentes y divergentes. Si el término general de la serie tiende a cero – intenté recordar mientras pataleaba en el agua - ¿la serie tiende a cero, a uno o a infinito? Maldito sea, lo había olvidado. Como había olvidado también los extraños sucesos de aquella tarde. El ciego había entrado en la biblioteca y se había sentado frente a una de las largas mesas. Sólo estábamos él, yo y el encargado de la biblioteca, un hombre con cabeza de tortuga y enormes anteojos con aumento, que no hacía más que fumar y mirar el techo.
Y yo con mis cálculos, papeles y libros de análisis matemático. Pues bien, se sentó frente a una de las vitrinas adosadas a las paredes donde se guardan los libros de colección que ni el jefe sabe que existen. Aunque el ciego estaba de espaldas a mí podía ver su cara reflejada en los vidrios. Limpió sus anteojos con un pañuelo que extrajo de un bolsillo. Tal vez le molestaran – pensé. Me llamó la atención que se hubiera puesto saco aquella tarde porque nunca lo había visto vestido así. No podía dejar de mirarlo. Introdujo su mano derecha en el bolsillo y por unos instantes la retuvo ahí. Luego sacó algo. No podía ver qué era. Sólo sé que lo limpiaba con el pañuelo. A través del vidrio me pareció que jugaba con un revólver. Miré hacia donde estaba el encargado. Se había dormido como siempre. Los anteojos del ciego relucían en la vitrina. Ahora sí, era evidente que tenía un revólver entre sus manos ¿estaría cargado? No me importaba. Las armas nunca me gustaron. Me sentí desprotegida como cuando jugaba sola en el patio del colegio de monjas después que todos los chicos se habían ido. Y ni siquiera estaban los ángeles ni los arcángeles, sólo las monjas con sus baberos duros y blancos.
Rápidamente guardé los libros como pude y los otros objetos y me dirigí hacia la puerta. Alguien tocó mi espalda. Me sobresalté. ¿Podría decirme qué hora es? – dijo el ciego. Sí, sí, claro. Las cuatro y media – contesté mientras sostenía el picaporte de la puerta. Supuse que el revólver dormía en su bolsillo y pasé veloz el control de la entrada. El ciego se quedó parado cerca de la puerta como siempre.


Cada vez que paso por La Alameda en la Costanera Sur revive en mí la escena. Porque el lugar tiene misterio. Tan próximos el Museo de la Cárcova, las Nereidas y ese kiosco digno de verse. La fotografía de Gardel tipo almanaque colgada de una heladera industrial, la jaula con el cardenal saltando de una maderita a la otra y el tipo que atiende. La suciedad en todo su esplendor extendiéndose por dondequiera que uno mire. Todo se salva por el fresco en verano y el aroma de los árboles y el pasto.


Aquella tarde bochornosa vi salir rápidamente a la chica. Bajaba la escalera del club como quien se prepara para competir en un concurso de garrocha. Siempre con su pollera corta y el pelo recién lavado. Yo esperaba el ascensor pero volví sobre mis pasos. El ciego, casi al lado de la biblioteca esperaba con el saco puesto. Se besaron y salieron casi enseguida. Ella paró un taxi. Se bajaron en la Avenida Costanera y Belgrano. El la sostenía por la cintura y ella apoyaba la cabeza en el hombro de él. En aquella época las prohibiciones de no estacionar ni detenerse alejaban a los transeúntes, como ésa que estaba en el alambrado, separando la vereda ancha de los escombros y la tierra antes del río. El ciego besaba a la chica embriagándose con su perfume. El vestido levantado de ella y el cuerpo tostado, caliente y juvenil. La noche lo envolvía todo con su color tenebroso pues no había estrellas y la luna se ocultaba tras un círculo de nubes. Dos de los cuatro ojos se acercaron sigilosos ocultándose en la negrura. Y aprovechando el olvido de la pareja uno de los sujetos apuntó con un dedo en la espalda del ciego. Dejámela un ratito – le dijo. Hijo de puta – respondió el ciego. La chica comenzó a correr. Sin saber adonde, tal era la oscuridad y profiriendo gritos de desesperación mientras el ciego la buscaba en vano, el otro se había abalanzado sobre ella. ¡Alto!, deténgase, profirieron las voces y luego varios disparos interrumpieron el canto de los grillos. Cuando amaneció la luz del sol iluminó los rostros inertes y fríos del ciego y la chica tendidos en la vereda.

© Araceli Otamendi

imagen: Calle Corrientes -fotografía de Horacio Coppola (de la muestra en el Malba)

miércoles, 20 de abril de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)



El hombre seguía comiendo tranquilamente y yo fuí dos veces al baño, pasé delante de su mesa pero no levantó  los ojos del plato, en ninguna de las dos ocasiones. Era un restaurant chico lleno de pájaros enjaulados, pajaritos que cantaban mientras el sol les calentaba las plumas.
El hombre  parecía más joven del que había visto en las fotografías. ¿Cómo estar segura de que era Willy? Si todos tuviéramos una segunda oportunidad en la vida, si a todos se nos permitiera volver a empezar. Bebía una bebida de color naranja, no estaba segura de que tuviera alcohol y pensé que ya debería saber dónde vivía.
Terminé de comer y pagué la cuenta, esperaba que el hombre se incorporara y saliera para seguirlo. Lo hice durante varias cuadras, dí vueltas por la calle siguiéndole los pasos.
Finalmente, entró en una casita antigua con cortinitas terminadas en puntillas, en las ventanas. Me acerqué, había olor a hojas secas y quemadas en la puerta. Durante algunos momentos miré el cielo, había nubes con formas de unicornios y pegasos.
Luego llegó el sonido de la voz de una mujer, hablaba en portugués y el hombre le contestaba. Pensé que iban a abrir la puerta de la casa en cualquier momento. Pensé que el hombre había hecho su vida ahí, con otra mujer. Había huido con esa otra mujer al Brasil y no volvería. Era mi hipótesis. 
Decidí volver sola, aunque llamaría a Beny para decírselo. Alquilé un auto. Cambié de opinión. Ya había demasiado odio entre Beny y yo para confiarle el hallazago. Se lo diría después.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

jueves, 14 de abril de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)



El pájaro parecía aliviado, se había ido esa mujer extraña para él y ahora estaba solo con su dueño, el señor Agustini. El señor Agustini también parecía aliviado, se había ido Mariana, la detective y también su mujer. Ahora sí podia izar tranquilo otra bandera en el mástil del barco  e invitar a unos cuantos amigos de otros barcos  a tomar algunas cervezas.
Las plumas del ave se veían brillantes, caminaba a sus anchas por la cubierta del barco y había logrado que el señor Agustini lo prefiriera a él en lugar del perro al que a veces llevaba.
El hombre había hecho planes para el fin de semana donde no incluía a su mujer. La mujer del señor Agustini lo sabía, aunque éste no lo sabía  y también había hecho planes.
Hacía tiempo que ella  interceptaba el correo electrónico  del señor Agustini y también las conversaciones telefónicas.
No era el amor por su marido el motivo de tal espionaje sino la cuenta bancaria y el patrimonio acumulado. 
Después de tantos años, la mujer del señor Agustini no estaba dispuesta a compartir nada con nadie. No dejaría que el señor Agustini ni ninguna amante ni ninguna otra mujer se llevaran un solo alfiler de su casa, ni un solo peso de la cuenta del hombre. Ella era quien había logrado que el señor Agustini despegara económicamente, ella era quien le había dado ideas que él había llevado a la práctica. Sinceramente, después de tantos años, nada le importaba más que el señor Agustini, esa criatura que ella había contribuido a crecer y a formar.

Ahora que la mujer del señor Agustini había conocido a Mariana en el barco, pensaba que tal vez sería una buena posibilidad hablar con ella y encargarle que vigilara a su marido. Tendría que ser una vigilancia discreta, a lo lejos, muy disimulada. Y así podría dormir de noche más tranquila, sin elucubrar esos crímenes imaginarios que tanto la desvelaban.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados  

domingo, 10 de abril de 2011

Novela policial: Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)


Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)

Pedí un café y un agua mineral con gas. A través de los ventanales del piso 22 se podia ver Buenos Aires: el puerto, el río, los edificios de Puerto Madero, las grúas, los edificios de oficina, algunas terrazas. Era un día espléndido. Anoté en una libreta lo que tenía que hacer durante el resto del día. Abrí la libreta mientras la camarera me servía el café y el agua mineral en un vaso con cubos de hielo.  El día era luminoso y el cielo azul, pero el sol del mediodía lo hacía agobiante. En el restaurant había aire acondicionado y se estaba bien. En la página de la libreta donde tenía la lapicera para anotar algo había un número de teléfono. Era el de mi nueva vecina, una mujer alemana. Era una mujer relativamente joven. Hacía unos tres meses que vivía en Buenos Aires. Un día tocó el timbre de mi casa. Era de noche y se presentó como mi vecina, al lado de ella había un perro blanco, grande como un oso, peludo.  
Eran las once, me había quedado dormida mirando una película y cuando abrí la puerta no supe quién era ella ni qué hacía ahí con ese perro, un samoyedo blanco. Los dos parecían haber llegado en un trineo.

-          ¿Es suyo el perro? – me preguntó.
-          No, no tengo perro
-          Estaba frente a su puerta.
-          De alguien debe ser, no creo que haya llegado solo, de la calle hasta un quinto piso, dije.


 Las dos fuimos con el perro hasta el departamento del encargado del edificio, en el último piso. El
hombre atendió la puerta, ya tenía puesto el piyama y reconoció al perro :

- Es de la del primero F, se debe haber escapado, dijo. Se lo voy a llevar.

Y así fuí que conocí a esta mujer. Otro día la crucé en el pasillo y me dijo si podia tomar un café conmigo, que no tenía muchos amigos en Buenos Aires. Acepté. Fuimos al café de la esquina. Quería contarme su historia. Era una mujer delgada, alta, usaba el pelo lacio, casi no tenía maquillaje. Casi nunca reía.
En Alemania, me contó,  trabajaba como secretaria del director general de una empresa. Pero tenía la suerte o la desgracia, no sabía bien, de tener un coeficiente intelectual muy alto, mucho más alto que el del señor del que ella dependía. Con lo cual no podia seguir siendo la secretaria de él, le dijeron, y le insinuaron que no iba a progresar en esa empresa. Esto la motivó a cambiar de rumbo. Un amigo le comentó que podría trabajar en la Argentina ya que dominaba varios idiomas. Así que estaba trabajando ahora como secretaria en una empresa chica, se sentía más libre y tenía algunas expectativas.
   
      - ¿Le gusta trabajar aquí? – le pregunté

 -  Sí,  me gusta más que en Europa – dijo. También me gusta como son las personas de aquí
        -  Tenemos algunos buenos modelos – contesté
       
        Después de tomar dos cafés me preguntó si le podia recomendar algunos libros sobre Evita y el Che. Claro, le dije. Tengo varios, le puedo prestar alguno. Y también, si quiere, un día la invito a tomar mate y le presto algunos CD de Piazzolla, de Gardel. 

         La mujer, Ingrid, que así se llama se convirtió en una de mis clientas, poco después. Me pidió que investigara acerca de una persona que a ella le interesaba. No estaba dispuesta a perder siempre, me dijo. Quería formar una pareja estable y no quería volver equivocarse.
         Mariana, la detective, pagó la cuenta, guardó la libreta en el bolso y salió del restaurant. Era un día de un verano tropical que parecía no terminar. 

 (c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados 

sábado, 26 de marzo de 2011

Simón One*



El chico se llama Simón y le dicen Simón One – Simón Uán - . Es el primer hijo de un matrimonio que lo tuvo a una edad bastante avanzada. Como querían un hijo perfecto – porque ellos se consideraban bastante perfectos – previeron todos los detalles antes de su nacimiento – cómo sería el dormitorio del niño, a qué escuela iría, cómo serían sus juegos, las vacaciones, etcétera, etcétera, etcétera…

Pero Simón ha cumplido ocho años y los padres ansían libertad. Libertad para salir, para ir al cine, para ir de viaje los fines de semana largos, para ir al casino de Mar del Plata o al de Pinamar -, en fin, añoran los años en que los dos estaban como de novios, casi de luna de miel. Y Simón, un niño bello y bastante travieso está ahí, cumpliendo el deseo de los padres y a la vez entorpeciéndolo.

Los padres de Simón One hubieran querido también tener una nena, pero por la edad de la madre, era desaconsejable. Entonces decidieron que Simón One fuera su único hijo. Lo miman, le compran juguetes – didácticos y de los otros, punteros láser y otros chiches - . Todo para que Simón One se entretenga y ellos puedan mirar los estrenos en el plasma.

El plasma está ahora instalado en una habitación especial que la madre de Simón One ha acomodado con almohadones de terciopelo, de telas hindúes, y cortinas haciendo juego. Y es que al padre de Simón One lo han ascendido en la empresa. Y gana ahora mucho más. El único problema para poder disfrutar de los nuevos  objetos adquiridos es el hijo de sus sueños: Simón One. Y es que el pequeño con sus preguntas y su curiosidad es capaz de interrumpir la proyección de un film que los padres ansían ver.

El edificio en el que vive Simón One con sus padres es un edificio nuevo en en un barrio porteño que se caracteriza por las nuevas construcciones que han proliferado en los últimos años.  Edificios altos con piscina y SUM  han surgido como hongos con la humedad. Y ahí está Simón One, con las zapatillas con luces compradas en un mall de Miami, el puntero láser y un oso de peluche tan grande como él. Ahí está Simón One mirando por una de las ventanas mientras los padres miran el último estreno en el plasma.

A veces los padres de Simón One, contratan a una niñera, una señora grande muy delirante, ella es poeta y además adivina. La madre de Simón One ha insistido que ellos, los padres, tienen derecho a salir de vez en cuando y dejar al niño con la baby-sitter. Pero la última vez que dejaron al niño al cuidado de esa mujer, el padre de Simone One casi sufre un infarto. Cuando abrieron la puerta encontraron a la niñera acostada en el sofá del living, roncando. Y a Simón One, acostado en la cama matrimonial mirando la televisión.

Entonces decidieron que o salían a comer afuera con Simón One o se quedaban en la casa mirando la televisión en el plasma. Ganó esta última alternativa. Y ahora Simón One está en su cuarto, apuntando con el puntero láser una de las ventanas del edificio de enfrente.

La mujer de la ventana iluminada, una de las dos ventanas iluminadas del edificio de enfrente al de Simón One es una maestra jubilada. Se sienta en el living para comer mientras mira la televisión. Su programa preferido es animal planet, le encantan las mascotas y su teoría es que la vida es mucho mejor si se acompaña con perros, gatos o cotorras australianas.
Y en eso, mientras come un poco de arroz y mira la televisión un rayo láser, de color verde entra en el living y sorprende a esta mujer. Y ella se horroriza, por semejante intromisión. No sabe que Simón One la está apuntando con el nuevo puntero láser desde el dormitorio, en el edificio de enfrente.  La maestra no sabe que los padres de Simón One están mirando el ultimo estreno en el plasma.
Hasta aquí llegué, piensa. Baja la persiana del living y sube el volumen de la televisión. En ese momento un hombre muestra una nueva raza de gatos hipoalergénica. Los gatos son terapéuticos, dice el hombre mientras muestra a los felinos sin pelo. La maestra se aleja de la ventana, ha corrido las cortinas y ahora va a la cocina a prepararse un té. Mientras Simón One busca un nuevo objetivo adonde apuntar.

© Araceli Otamendi

* de la serie Cuentos con niños

martes, 22 de marzo de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)



…Cintia se acomodó frente al espejo. La imagen de una mujer joven, con el vientre redondeado que le devolvía el cristal la hizo temblar apenas un poco.¿Qué iba a ser de ella de ahora en más? Se había alejado de Mario Bruno. Con Willy, ya no contaba. No sabía nada de él desde hacía casi dos meses. ¿Y con quien contaba? Se dijo y se contestó:
-          sólo conmigo misma.

La situación era sumamente difícil, desde los quince años había estado con Mario Bruno y esa pareja era insostenible. ¿Y entonces? Miró su imagen frente al espejo. Se sentía igual a una de sus tías, la que más odiaba. ¿Por qué el odio era uno de los sentimientos más constantes en su vida?¿ Acaso el odio no la había atado a Mario Bruno, desde hacía mucho tiempo? No sabía el motivo, simplemente lo odiaba, lo había odiado desde los primeros momentos de su relación. No había explicación alguna. Se sentía indefensa y a la vez atada a ese hombre. ¡Qué liberación haber escapado de él! ¡Cuánto le debía al accidente en la ruta! La había rescatado el detective. Quién sabe si hubiera tomado la decisión de escapar si no hubiera sido por eso. Tenía toda la vida por delante. Toda la vida, todo el tiempo… La noche era sólo un telón de fondo entre los edificios de San Pablo, esa ciudad….

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

miércoles, 16 de marzo de 2011

Manchas*

Fernando Diniz - Panel Caos Mandala (detalle)



En el color negro del mármol se dibuja una carita blanca. Es la cara de un adolescente, despeinado. Indago como en un roscharch qué imagen la ocupa. ¿Es James Dean, el rebelde del cine americano? Hoy no estoy de humor para el cine de Hollywood. Me basta con leer los diarios para imaginar cosas. O mejor, para no imaginar nada, sólo leer y pensar.  A veces quisiera escapar a una isla desierta, pienso. Sin embargo leí hace poco que un volcán en Filipinas en los años noventa  sin hacer erupción durante  seiscientos años, un día gritó con furia, escupió el fuego de abajo de la tierra y una tormenta de ceniza y de gas sulfuroso  barrió con la población en un radio de catorce kilómetros. Se necesitaron seis siglos para que esa tierra gritara con furia. No sé nada de la gente que ahí habitaba. No sé nada de los sueños de esas personas que seguramente soñaban y mucho. Trato de imaginarme las caras el día anterior al horror, antes de saber que la tierra se estaba revolviendo en sus entrañas para gritar después con rabia y brutalidad. Seguramente muchos de esos habitantes tenían sueños plácidos. Otros bucearían en el mar transparente, entre corales y ostras con perlas. Muchas mujeres habrán criado hijos, les habrán dado leche y calor. Muchos hombres habrán amado, habrán pescado para alimentarse y alimentar. Nada sabemos de esa gente ni de sus sueños. Imagino a uno solo de esos habitantes de la isla de la fotografía, cubierta de ceniza y de gas sulfuroso. Era un adolescente de pelo oscuro, como todo adolescente cuestionaba el mundo. Ese día, el anteúltimo de su vida y de toda la población, aunque no lo sabía, se largó en un pequeño barco  hacia el mar. El agua era cristalina y azul como el cielo del mediodía. Algunos pájaros pasaban cerca buscando comida. Llevaba una red para largarla cuando estuviera cerca de un cardumen. Iba a pescar lo necesario para comer. Cuando el sol estuvo en el punto más alto se sumergió en el mar durante algunos minutos y buceó. Algunos peces pasaron cerca rozándole la piel. Volvió a la superficie y subió al barco. El adolescente había ido a la escuela durante muchos años, y había soñado sin embargo con volver a la vida primitiva. Y ahora durante las vacaciones lo estaba haciendo. Sabía que era la única manera de vivir ahí. Tenía hambre y arrojó la red. Al principio quedaron atrapados algunos peces. A lo lejos se veía algún barco. Generalmente los barcos que navegaban en esa parte del mar eran de  turistas que se acercaban a la isla. Muchas veces el adolescente se preguntaba si sería capaz de salir de ese lugar y recorrer el mundo en un barco. Muchas veces se lo preguntó de noche,  mientras  miraba las estrellas a través de la ventana abierta. Muchas veces también quiso ver más allá de esas luces, las interrogó acerca de las formas que ellas no habían elegido para agruparse. Como tampoco ahora las olas del mar que lo salpicaban habían elegido la corriente que las atravesaba. Nadie tenía esas respuestas. El navegante cargó los peces todavía vivos y la red en la embarcación y navegó  hasta la costa. A lo lejos se veían algunas nubes oscuras con formas de animales. Grandes lobos grisáceos arrastraban un trineo gigante y vacío. El navegante no supo interpretar ese signo. Jamás lo había visto en el cielo. Cuando esas  nubes terminaron su  espectáculo  el adolescente se dirigió a su casa. El pueblo era casi una aldea de pescadores y ya era la tarde. Tenía la sal  del  mar pegada a la piel, se bañaría con agua dulce. Guardó los pescados  en la heladera. Entró al baño y abrió la canilla.  Mientras dejaba correr el agua vio en el piso de baldosa negra una mancha. Ahora sólo iba el trineo que antes había visto tirado por los lobos. Era un trineo blanco, gigantesco  y vacío, el adolescente sintió un raro escozor en todo el cuerpo. La imagen del trineo  era un signo de interrogación, como tantas otras cosas, pensó el adolescente bajo el agua de la ducha, un día antes de que el volcán entrara en erupción después de seiscientos años y una nube de gas sulfuroso y ceniza lo cubriera todo, arrasando con cualquier tipo de vida en un radio de catorce kilómetros.

( c) Araceli Otamendi – todos los derechos reservados



*Manchas se publicó en la revista Archivos del Sur hace varios años. 

imagen:Fernando Diniz
Panel caos mandala
(detalle)

miércoles, 9 de marzo de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)



Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)

La mujer del señor Agustini subió al barco, tenía los ojos desorbitados. Parecía una tigresa a punto de saltar.
Enseguida bajó la escalera y se encontró con el señor Agustini y Mariana en la mesa de juegos. Los dos seguían hablando de Mario Bruno y de Willy Agastizábal, mientras el señor Agustini insistía en que la detective bebiera algún trago.
Mariana percibió el odio y la furia de la mujer y apoyó aun más  la espalda contra el asiento. El señor Agustini miró a la mujer y en su cara regordeta y hasta ese momento amable se dibujó una sonrisa de circunstancia. No era la primera vez que su mujer aparecía así, mientras él había salido a navegar. Ella era capaz de cualquier artimaña, de sobornar a quien fuera necesario para no dejarlo a solas con nadie.
Escándalo tras escándalo, el matrimonio del señor Agustini venía durando años.
De ser princesa y reina de la vida y del corazón del señor Agustini, la mujer se había convertido en la “bruja” del barco.
¿Cómo se había atrevido él a poner la bandera con la cara de bruja cuando ella no estaba? ¿cómo se había enterado tan rápido del asunto?
El pájaro de plumas azules, amarillas y verdes se acercó al señor Agustini. Era evidente que el animal tenía simpatía por el hombre. Y era evidente también que el señor Agustini quería evitar un conflicto frente a extraños como Mariana.
El marinero se acercó a la mujer del señor Agustini y le ofreció un jugo de naranja con hielo y la mujer lo bebió. Había llegado justo a tiempo, dijo, porque esa noche tenía pasajes para viajar.
El señor Agustini se disculpó, tenía varios asuntos, negocios que resolver y no podría viajar esa misma noche.
La mujer inició un pequeño escándalo. ¿Por qué estaba la bandera de bruja en el barco? ¿Por qué el señor Agustini había roto ese código?
El hombre quería convencerla: el marinero se había equivocado, sonaba a falso. ¿Entonces? El señor Agustini presentó a Mariana:

-         La señorita es detective, está investigando el caso de Willy Agastizábal. Quería hacerme unas preguntas y la invité a subir al barco para poder hablar más tranquilo.
-         Tal vez yo podría aportarle algún dato – dijo la mujer. Ahora se veía más tranquila, o tal vez simulaba. Seguramente Mariana no era del tipo de mujeres que andaba revoloteando alrededor de su marido. Como ya estaba grande, al señor Agustini lo seguían cada vez mujeres más jóvenes, ávidas de un marido, de un amante o tal vez sólo de un hombre.

Pero la mujer del señor Agustini no era una fiera  fácil de domesticar. Era capaz de arañar, escupir o arrancarle el pelo, como mínimo a cualquier mujer que encontrara junto a su marido.
Se había sentado al lado del señor Agustini e intentaba decir cómo fue que lo conocía a Willy Agastizábal. Mientras, Mariana percibía el enojo del señor Agustini por vivir y hacerla vivir esa situación tan molesta y la furia contenida de la mujer.
Fue entonces que el vaso con jugo de naranja de Mariana se derramó sobre la camisa del señor Agustini.
En cinco minutos vamos a dar la vuelta dijo él mientras se limpiaba con una servilleta. Mariana suspiró aliviada.

Se había levantado viento y había olas grandes. A lo lejos se veían algunos nubarrones y en el aire se empezó a sentir olor a lluvia…

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

jueves, 3 de marzo de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá (fragmento)



Cintia - (San Pablo)

Cintia mira la noche, miles de ojos asomándose en ese telón negro que parece cubrirlo todo, mira los esqueletos de los edificios, levantados en esa inmensidad de hormigón armado y acero, enciende un cigarrillo, frente al espejo y se mira. La televisión emitiendo imágenes coloridas. Con el control remoto baja el volumen. Sólo quiere escuchar el silencio nocturno.  

La mujer se mira al espejo y ve una imagen distinta a la que está acostumbrada a ver. El cuerpo está más redondeado. La cara, también. No soy la misma Cintia, piensa.  Y hasta en la mirada hay cambios. Se acaricia el vientre, se estudia. Apaga el cigarrillo y se asoma una vez más a la ventana. Piensa en esos miles de ojos, en las ventanas iluminadas de esos edificios que casi no dejan ver el horizonte. ¿Hay algún horizonte? Se ha ido de la casa, ha abandonado a Mario Bruno, se ha escapado de él. Imagina que ese hombre, que se había convertido en el dueño de su vida, en todo momento, la está buscando. Toma una toalla blanca, esponjosa de la pila, en una de las mesas. La habitación es demasiado grande.
Cintia abre la canilla y deja correr el agua. Vierte un chorro de champú en una mano y lo deja caer sobre el pelo. El champú es como una gelatina de frutas, color naranja.  Con las dos manos se revuelve el pelo.  El champú, se deshace, se convierte en espuma, bajo el agua. Me quedaría horas bajo el agua tibia, piensa. Lavándome la cabeza, lavándome los pensamientos, lavándome los recuerdos, deshaciéndome de ese hombre, deshaciéndome de la memoria, deshaciéndome de una parte de mi vida, deshaciéndome de las palabras de Mario Bruno, deshaciéndome de muchas cosas más. Estaba harta. El agua corre, se desliza por el cuerpo de Cintia, llega hasta la bañera y se escurre por la rejilla. Las burbujas brillantes del champú se deshacen y desaparecen. Hay un perfume distinto ahora, en el baño y en la habitación. Es un perfume a limpio, a serenidad, a nuevo.
Entonces el timbre del teléfono irrumpe en la habitación interrumpe el silencio de la noche, de esa noche que con sus miles de ojos es el telón de fondo, la escena que envuelve la ciudad hasta el amanecer…

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

viernes, 25 de febrero de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá - fragmento



Beny, el detective amigo de Mariana,  ex policía, estaba al tanto de la investigación sobre el caso. Mariana confiaba en Beny, tenía olfato. Llevaban juntos algunas investigaciones y seguimientos, infidelidades, hurtos en las empresas, pero nunca un caso parecido al de Willy Agastizábal.
Cuando Mariana le dijo a Beny que iría a ver al señor Agustini al barco, Beny frunció el ceño. Le hubiera gustado ir a él pero no se lo dijo. Sin embargo, Mariana puso al corriente a Beny de la visita y Beny decidió ir al puerto sin decirle nada.
Beny había navegado mucho en su juventud, conocía el mar y también a ciertos personajes. Sabía que el señor Agustini era un hombre poderoso y que no cualquiera podía acercarse a él.
El detective vio el barco del señor Agustini cuando se alejaba mar adentro. Se había quedado en el bar bebiendo una cerveza bien fría. Se sorprendió cuando vio a una mujer vestida de blanco, pelo platinado y la piel muy bronceada bajar de un auto que había llegado a toda velocidad. Enseguida vio al marinero que había llevado a Mariana hasta el barco del señor Agustini, saludaba a esta mujer. Los dos subieron a una lancha y se alejaron rápido de la costa. Beny se rascó la cabeza con la mano izquierda. Se podían ver muchas cosas en el puerto, en los barcos.

Mientras, en el barco del señor Agustini, Mariana seguía con las preguntas. Al señor Agustini le gustaba navegar y también su barco, además de los pájaros tropicales. A Willy Agastizábal, dijo el señor Agustini, sí, lo conocía. Sabía pocas cosas de su vida privada. Le había parecido un hombre jovial, siempre dispuesto a emprender un nuevo negocio o una nueva aventura. ¿Algo que le llamara la atención? Había preguntado Mariana. Pero al señor Agustini pocas cosas le habían llamado la atención. Veía a Willy y a su mujer, Marta, a bordo del barco de ellos. De vez en cuando, se encontraban en algún puerto. El señor Agustini se había quedado callado durante algunos segundos. A Mariana le habían parecido horas.

-         ¿Conoce usted al socio? – preguntó Mariana
-         Sí, creo que lo conocí
-         ¿Y cuál es su opinión acerca de ese hombre, Mario Bruno?
-         Le voy a ser franco, creo que no tenían ninguna afinidad excepto algunos negocios en común.

Mariana se quedó mirando al hombre, los ojos azules, la tez bronceada, la calva relucía como el espejo en que se había convertido el mar ahora. No había casi viento y el marinero encendió el motor. A lo lejos, se veía venir una lancha, en la lancha venía  una mujer vestida de blanco, muy bronceada.
El pájaro, la mascota del señor Agustini volvió a aparecer. Medía casi un metro de altura. Se ubicó al lado del hombre y gritó una palabra soez. El señor Agustini dio por terminada la entrevista e invitó a Mariana a sentarse en la mesa de juegos…

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

lunes, 21 de febrero de 2011

Novela policial Extraños en la noche de Iemanjá - fragmento



Extraños en la noche de Iemanjá – (fragmento)



En el barco del señor Agustini se respiraba olor a limpio. Era el típico olor de las casas de los ricos.
Mariana, la detective, saludó al señor Agustini y  éste le extendió la mano invitándola a pasar al living.

En el living había dos mesas, una de ellas de juegos. Se sentaron en la otra mesa. El hombre que estaba en el barco, seguramente el custodio del señor Agustini, tenía anteojos de sol oscuros y una sonrisa apenas dibujada. Parado cerca del dueño
del barco, seguía atentamente los movimientos de Mariana y del hombre. Tenía un revólver en la cintura.
Mariana se sentó frente al señor Agustini y éste enseguida le ofreció algo para tomar.

-         ¿Toma algo fresco?
-         - Sí – dijo Mariana
-         ¿Vodka y jugo de naranja?
-         No tomo alcohol
-         ¿Jugo de naranja?
-        

-         Vamos a salir a navegar ahora – dijo el señor Agustini. Podremos conversar, lejos de la costa.

     Mariana asintió.

El marinero que estaba en la cubierta bajó la escalera y fue hasta la cocina. Enseguida vino con dos vasos grandes y las bebidas, las dejó sobre la mesa y subió a cubierta. A los pocos minutos estaban navegando. El barco se movía bastante, había viento, algunas olas. Mariana había aprendido a navegar en el barco de unos amigos.

La detective  miró el jugo de naranja de su vaso y el vodka con hielo del vaso del señor Agustini. En realidad no quería beber nada, sólo pensaba en hacer las preguntas que había venido a hacer y no quería dejar de concentrarse en ellas. Pero fue en el preciso momento en que Mariana le iba a decir algo acerca de Willy Agastizábal al señor Agustini cuando apareció el pájaro y gritó algo.
Era un pájaro grande, con plumas de colores, verdes, azules, amarillas, vino caminando desde otra habitación y se posó al lado del señor Agustini. El hombre puso la cara al lado del pico del animal y éste lo picoteó suavemente en el cuello. Mariana se quedó quieta, pensaba qué reacción tendría el pájaro frente a una extraña.

-         No le tema – dijo el señor Agustini. – Los voy a presentar …

Mariana esbozó una sonrisa. El pájaro emitió otro grito, algo así como el sobrenombre del señor Agustini, según le explicó éste y ella sonrió. Pero sonrió además por otras razones. Y una de ellas era que se acordaba de haber leído por ahí que el realismo mágico, en literatura, no existía más. Como si lo que se narra en el realismo mágico se hubiera hecho humo. Había que vivir en América del Sur para darse cuenta que si se observa bien, hay cosas, personajes y situaciones que no pueden dejar de escribirse. Y sino, hay que tener mucha negación o ceguera.

El señor Agustini tenía una calva lustrosa y redonda, era un hombre prolijo. Usaba una camisa blanca de hilo, parecida a una guayabera y unas bermudas también blancas. Insistía con el vodka y Mariana dijo no en varias oportunidades. Habían empezado a hablar, ya, de Willy Agastizábal…

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados