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domingo, 26 de diciembre de 2010

Extraños en la noche de Iemanjá - Capítulo 10 - fragmento



Capítulo 10 - (fragmento)                
 “ …  También se escuchaba la voz de Cintia, balbuceaba unas palabras casi inaudibles.
                           Cintia  había quedado huérfana a los quince años y Mario Bruno, un hombre de negocios que manejaba grandes cantidades de dinero y se había convertido en productor  de espectáculos, había hecho o tratado de hacer una estrella de su protegida. La había convertido en actriz y así había evitado que deambulara de agente en agente teatral y de productor en productor para conseguir trabajo. Ya se sabía cómo era ese mundo de las modelos, del cine y del teatro. Cintia no era tan bonita como Marilyn Monroe pero en su mirada estaba también el desamparo que Marilyn había sufrido por su orfandad, mirada que Arthur Miller, muchas veces, según sus confesiones, no había podido soportar.
                          Mario Bruno le había brindado su protección y ahora, borracho, le gritaba. Al menos, lo hacía para recordarle todo lo que le había brindado. Ella era demasiado joven para él. La cara de Cintia tenía facciones lindas y bien delineadas, pestañas oscuras y mirándola bien su cara parecía dibujada por algún pintor japonés.

                         - ¿Qué hacías antes de conocerme? ¿Qué hacías? - decía la voz de Mario Bruno otra vez.
                         Ludwig se acercó aún más a la puerta. Evidentemente Cintia se había quedado callada. El espectáculo unipersonal de Cintia había sido un éxito ese verano y ese éxito se lo debía tal vez a su protector y ahora él se lo estaba haciendo sentir. Con cada palabra que Mario Bruno le gritaba, Cintia seguramente sentía que él se estaba cobrando su deuda.  ¿Así no ocurría con todo?, pensaba Ludwig. No tenía la respuesta, sabía que algunas deudas son impagables. ¿Cómo escaparía de ahí?¿Cómo escaparía de esa relación que se había tornado tan cruel? Tenía planes en mente, tácticas, estrategias.
                         Los gritos seguían. El detective pensó entonces en por qué


extrañas circunstancias de la vida había que sobrellevar el desamor en lugar

del amor. No sabía si Mario Bruno y Cintia se habían casado. 


La desintegración del matrimonio moderno era el tema de decenas de novelas y

de películas que ni siquiera recordaba ahora. Pero también había parejas que

no estaban casadas y actuaban como si lo estuvieran. Después de haberse

casado y divorciado, Ludwig veía las cosas de otra manera…”.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

sábado, 18 de diciembre de 2010

Cuento: Wakefield nació en Buenos Aires

fotografía del espectáculo  "Enfermos de tango"
creado por Pinty Saba




Homenaje a Nathaniel Hawthorne

La señora Simps parecía una de las mujeres gordas de los cuadros de Fernando Botero. El señor Simps era flaco como un Stradivarius y tenía la cara parecida a Stan Laurel. La señora Simps tenía la gracia de una pianola amaestrada que -al tocarla- emitía siempre las mismas notas.
Era la noche de fin de año y sentados a la mesa, como correspondía esa noche del treinta y uno de diciembre, el señor y la señora Simps hablaban cada uno de temas diferentes sin dejar de hablar, por eso, del mismo tema.
Cuando llegaron las doce y el estallido de los cohetes hizo vibrar los vidrios de la ventana del living el señor y la señora Simps brindaron:

-Brindo por un año mejor, por la paz y la felicidad -dijo la señora Simps.
-Brindo por un año mejor, por la paz y la felicidad -repitió el señor Simps.

Los dos levantaron la copa donde bailoteaban cientos de burbujas y a las doce y cinco el señor Simps dijo que no tenía cigarrillos y que iba a algún quiosko a comprar. La señora Simps se preguntó dónde podría haber un quiosko de cigarrillos abierto a esa hora la noche de fin de año pero no dijo nada. Aprovecharía a tocar música de Chopin en el piano mientras el señor Simps iba a buscar los cigarrillos.  También podría bailar, pensaba, ahora que él no estaba y podría hacerlo descalza, frente al espejo, cosa que al señor Simps no le gustaba porque le parecía un comportamiento incorrecto.
El señor Simps miró los adoquines grises, el cielo como un recorte oscuro entre los edificios de la calle, las siluetas de aquéllos se alzaban como flechas hacia el cielo y respiró profundamente. Miró las estrellas y sintió que una de ellas le guiñaba un ojo, le sonreía y titilaba para él. Caminaba en busca de algún quiosko abierto. El aire le acariciaba la cara y lo sentía profundamente dulce en la piel tostada. Muchas ventanas se abrían hacia la vereda, dejaban escapar el bullicio de las distintas voces provocado por las bebidas alcohólicas . Era la hora en que escapaban las verdades en las mesas y comenzaban las discusiones entre familiares que no se veían casi nunca. O entre aquéllos que se reunían sin saber por qué o para qué. Era la hora donde se sacaba la máscara a la hipocresía de todo el año y se disparaban las verdades más absurdas como proyectiles, cara a cara. También era la hora en que los jóvenes escapaban de las casas para encontrarse con su enamorado o enamorada. Y los que estaban solos se iban a dormir o lloraban por algo que ya no existía. Y de todo esto estaba lleno el aire junto con el olor a pólvora de los cohetes y las chispas de las estrellas de bengala. El señor Simps había caminado ya varias cuadras y no había ningún quiosko abierto. Pero sí estaban abiertos los restaurants donde las personas festejaban. El restaurant parecía ser un lugar más distendido para pasar la noche de fin de año: había familias con niños, parejas, personas solas en las mesas. El señor Simps se preguntó dónde iba a encontrar los cigarrillos que había ido a comprar. Fue entonces, en la vereda de una calle cortada donde encontró una mesa tendida bajo el cielo. Sentados alrededor de la mesa había hombres y mujeres que reían y cantaban. El señor Simps se acercó atraído por la escena y tomó la copa que le ofrecían y bebió. El gusto amargo del champagne le recorrió la garganta. El señor Simps miró el cielo. Había muchas estrellas suspendidas y le parecía que alguna estaría por caer ahí, sobre la mesa. Tuvo la impresión de que una incómoda magia se estaba apoderando de él y le decía que se quedara ahí. El coro de la mesa tarareaba: "... desde que se fue, nunca más volvió... Caminito amiiiigo, yo también me voy...".(1) El señor Simps se subió a la mesa y empezó a cantar esa letra. Y luego los que estaban ahí alrededor de la mesa cantaron y cantaron otras canciones. Reían y cantaban, creían ver las estrellas que especialmente los saludaban a ellos esa noche. Al pie de la mesa , junto al señor Simps había una mujer. Era una mujer de pelo corto que cantaba y reía. El señor Simps la invitó a subir a la mesa y bailaron. En el aire había olor a tilos y a pólvora de los cohetes y un perro ladraba asustado desde algún balcón. Mientras el señor Simps y la mujer bailaban, el coro de la mesa tarareaba:

"...Corrientes 3-4-8... segundo piso ascensor, no hay porteros ni vecinos, adentro cocktail y amor, pisito que puso Maple, piano, estera y velador, un telefón que contesta, una victrola que llora, viejos tangos de mi flor, y un gato de porcelana païque no maúlle el amor...". (2)

El cielo parecía ahora un oscurísimo techo color pizarra. El señor Simps y la mujer dejaron de bailar y se sentaron. Les llegó el turno de bailar a otros. Seguían descorchándose botellas, algunos comían fruta fresca. El señor Simps entusiasmado coreaba cada canción. Había pedido que le convidaran cigarrillos y fumaba. La mayoría de los que estaban ahí eran artistas, había fracasados y algunos pocos exitosos. La brisa acariciaba ahora las caras. Les hacía recordar que estaban vivos y que juntos habían empezado un nuevo año. Fernanda, la mujer que había organizado la fiesta en la calle acariciaba su panza enorme, sentía cómo la piel se le había estirado y sentía también un peso parecido a un coco entre las piernas. Faltaban pocos días para el nacimiento de su primer hijo. Iba a ser una mujer. El señor Simps le auguró dicha. Fernanda se acariciaba el vientre y tenía la mirada brillosa mientras cantaba. Y toda la escena parecía haberse detenido allí, en esos instantes cuando las gotas empezaban a deslizarse por la piel. Eran gotas pequeñas y frías. Y cada uno de los que estaban se iba rápido a refugiar bajo un techo, hacia algún lugar.
El señor Simps le dijo adiós a la mujer que había bailado con él y se alejó. La mayoría de las ventanas ahora a oscuras, se adivinaba  en el interior de las habitaciones a las personas que dormían. Recién entonces, el señor Simps recordó que había salido a comprar cigarrillos y que no había podido hacerlo.
La señora Simps, después de tocar música de Chopin en el piano había bailado. En la mesa había quedado la botella de sidra por la mitad y un pan dulce comido a medias. Antes de acostarse, a la señora Simps le habían entrado ganas de fumar. Y había salido, ella también, a comprar cigarrillos.

© Araceli Otamendi

(1) letra del tango "Caminito" de Gabino Coria Peñalozza y Juan de Dios Filiberto.

(2) letra del tango: "A media luz" de Edgardo Donato y Carlos César Lenzi.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Extraños en la noche de Iemanjá - Capítulo 9 (fragmento)





Capítulo 9 - (fragmento)            

            "... - ¿Usted cree en los presagios?
                  Marta pensó durante algunos segundos y después dijo:

                  - En algunos, tal vez.
                  - ¿Qué diría si le digo que esta mañana, encontré un huevo de pájaro, blanco, brillante sobre la cubierta?
                   - ¿Un huevo?
                   - Sí, un huevo. Estaba sobre una lona azul.
                   - Es el inicio de algo - dijo Marta mirando al detective. -¿Dónde está el huevo?
                    - Antes tiene que contestarme algo - dijo Ludwig
                   - ¿Qué cosa?
                   - ¿Qué relación había entre Cintia y su marido?
                   - Primero quiero saber dónde está ese huevo...
Ludwig introdujo la mano en su bolsillo y sacó un pequeño huevo blanco y reluciente y lo puso delante de los ojos de Marta. Los ojos de ella se abrieron inmensos, el asombro se había instalado en su mirada y Ludwig había caminado por la superficie de sus profundos ojos grises, lisa y fría como una playa de arena mojada al atardecer.  Se había aventurado a mirar con descaro los ojos de esa mujer. ¿Qué encerraba en esa mirada? ¿Quién sabe? se preguntó, quién sabe si alguna vez lograría saberlo...".




 (c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

jueves, 9 de diciembre de 2010

Extraños en la noche de Iemanjá - Capítulo 10- fragmento


Capítulo 10 - fragmento                         

...Ludwig bajó también la escalera y la siguió. Cintia puso en marcha el motor del renault estacionado en el jardin y salió a toda velocidad hacia la ruta. Ludwig se subió al jeep. Cinco minutos después un hombre sentado en un banco a la salida de la ruta que conducía de la playa a una carretera más ancha, vio pasar un renault con una mujer joven manejándolo  seguido por un jeep conducido por un hombre rubio de pelo largo. El hombre era un pescador, estaba preparando las redes. La chica aceleraba cada vez más y Ludwig empujaba el acelerador también cada vez más.
                        Al mismo tiempo, el detective sentía sensaciones contradictorias, se le abría la conciencia y podía pensar rápidamente en la discusión entre Mario Bruno y Cintia. Por otro lado, tenía la sensación de que algo horrible iba a ocurrir dentro de algunos instantes. Un automóvil que venía en dirección contraria le hizo señas con las luces varias veces. Seguramente le avisaba algo. Ludwig contestó con un rápido guiño de luces. Unos segundos después encontraría el renault dado vuelta...
 (c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

domingo, 5 de diciembre de 2010

Extraños en la noche de Iemanjá - Capítulo 9 - fragmento



Extraños en la noche de Iemanjá - Capítulo 9 - fragmento

En la playa        
              
Cintia viajaba sola y le preguntó qué era lo que había ocurrido.

                       -¿Lo golpearon?
                       - Sí
                       -¿Quiénes eran?
                       - No lo sé.
                       - En este lugar ocurren cosas muy extrañas - dijo ella
                       - Ya lo creo - contestó él. - Además de que dos tipos me golpearon esta noche, ¿qué otras cosas pasan?
                      - La lista es innumerable. Pero usted no puede quedarse aquí solo. Venga a mi auto, lo voy a llevar a la casa.
                      - ¿A la casa? ¿de quién?
                      - Vamos a ir a la casa de Marta Agastizábal. Ahí me espera Mario. Estamos pasando unos días con ella.
                       Ludwig pensaba que no era bueno dejar el jeep solo ahí, en ese lugar. Entre Cintia y él, hicieron el esfuerzo de cambiar la goma y siguieron viaje hasta la casa de Marta. Ludwig conducía el jeep y Cintia el renault.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados
                      
                   

jueves, 2 de diciembre de 2010

El western




El western


"¿Quién me dirá las palabras inútiles, quién me compensará la sangre y la indecisión?"


Fernando Pessoa

"Porque existen muchas posibles muertes
Como existen muchas posibles vidas,
la vida de las cartas, 
la vida de los sueños, 
la vida de las imágenes,
la vida de las palabras que no se dijeron...
como siempre."



Silvina Ocampo



Florece en la ventana con fondo de noche la cara de Cisco Kid. Tiene el sombrero caído hacia un lado, la niña apenas le ve la cara. Ha venido montado a caballo para llevarla. La niña, en la cama, aprieta ahora el oso azul, mientras, afuera, en el comedor, el hombre y la mujer discuten. El corazón le hace tic-tac, tic-tac, tic-tac. Muchas veces durante el día la mujer se mira al espejo y repite: me parezco a María Félix. A veces lo hace mientras se maquilla. La niña no conoce a la actriz. A los tres años la niña tampoco sabe por qué su padre le dice gouge mientras le acaricia el pelo. Apenas él dice esa palabra la niña reacciona y dice: ¡no, no! Y aparta la mano grande de su cabeza mientras el padre sonríe.
Ahora la niña duerme o finge dormir. Casi es una experta en esos avatares de la simulación. Mientras, afuera, el viento arrastra las hojas secas de los árboles, golpea las ventanas, se desinfla sobre el techo y un gato maúlla con cierta congoja. La noche se adelanta en la habitación y la oscuridad es una buena pantalla para proyectar imágenes mientras ellos gritan en el comedor. Hace unas horas apenas la niña ha estado dando vueltas en la calesita del parque subida a un caballo de madera mientras una mujer, se besaba incansablemente con un hombre. Tal vez es necesario ahora llamar a Matt Dillon. El hombre tiene el revólver listo y ella llora, grita suplica y la niña no puede dormir. Matt Dillon es un hombre alto, de linda cara y no se parece a ningún tío ni primo. También es hora que Cisco Kid montado en el caballo blanco entre a la casa para hacer justicia. Tal vez sería mejor

Batt Masterson para salir de aquí. Batt Masterson más elegante y fino, con el sombrero hongo y el bastón. La música es más linda. ¿Sería mejor llamar al llanero solitario? Con su antifaz y con su traje negro, pedirle montar con él en su caballo y salir de aquí para siempre. Y mientras en el comedor la discusión sube de tono Cisco Kid entra en la habitación de la niña y se acerca. Ahora sí puede verle la cara. ¿Podrá salvar a alguien Cisco Kid? ¿Podrá llevar a la niña lejos de ahí? Cuando la niña pasa con su madre junto a una funeraria ve los caballos quietos, para llevar a los muertos al cementerio los adornan con plumas negras. Las terribles pisadas le dan miedo. A esos caballos de los muertos es mejor olvidarlos. La única yegua que conoce la niña es la que lo arrebató de su hogar al abuelo. Y antes de seguir preguntando alguien le explicará que no es una yegua sino una mujer, y que esas cosas ocurren a gente que se llama igual que ellos pero ellos no son, sino que son otros. Tal vez sería mejor llamar a Matt Dillon. Las voces han subido de tono, la niña se baja de la cama y con la oreja apoyada en la puerta escucha una vez más: -Te lo juro, dice ella. Te lo juro, por la nena, estuvimos toda la tarde en la calesita.
Ahora no se oye más que un sollozo ahogado de mujer implorándole a él que guarde el revólver. La niña vuelve a la cama y se tapa con las sábanas. Cierra los ojos y emprende  
el largo viaje una noche más. Esta noche lo hará con Cisco Kid . Monta con él en su caballo blanco, galopa rápido rumbo al Gran Cañón, a la espera del disparo final.







(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados