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martes, 26 de octubre de 2010

Apuntes sobre arte argentino: Carlos Morel- Tercera parte



Carlos Morel: Precursor del arte argentino – Tercera parte



(Buenos Aires) Araceli Otamendi

A medida que investigo acerca de los precursores del arte argentino, encuentro en diversos libros más datos de Carlos Morel considerado el primer pintor argentino nativo.
Sigue figurando como lugar de nacimiento la antigua ciudad de Quilmes. Sin embargo, según la investigación realizada y que ya se ha publicado en notas anteriores, Carlos Morel se radicó en Quilmes en 1870, según lo indica Agustín Matienzo – descendiente del pintor – en el libro “Carlos Morel” precursor del arte argentino.
En cuanto a su lugar en el mundo del arte argentino, Morel figura como uno de los artistas más destacados y el primer pintor argentino nativo que forjó su cultura artística en nuestro medio. Fue discípulo de José Guth y de Pablo Caccianiga.
Egresó a los dieciocho años con altas calificaciones y en 1835 comenzó su actividad al pintar miniaturas asociado con García del Molino.
Según el testimonio de Matienzo la vida de Morel en su ancianidad y después de la muerte de su hermana, Indalecia Morel de Dupuy, transcurrió serenamente.

“…Reconstruyamos en primer término su fisonomía, en base a los recuerdos de aquellos y a la fotografía reproducida (Lámina XLIX), obtenida en la ciudad de La Plata en 1889, cuanto contaba, por lo tanto, 76 años.
La mirada, vivaz aún, anima un rostro apenas oval, enmarcado por la barba blanca, corta y espesa. El cabello, abundante para la edad, es negro y marcadamente canoso; erguido el porte, a pesar de la más bien baja estatura; pulcro y correcto el vestir y finas las maneras. (1).
Una amplia habitación separada de la edificación principal, entre el patio que centra añoso pino y la sombreada huerta-jardín, es a la vez dormitorio y taller. En ella permanece buena parte del día, entregado a la pintura de motivos por lo general religiosos (2), a trabajos de bordado en blanco, algunos de los cuales aún se conservan, y a la lectura de los libros, diarios o publicaciones periódicas que llegan a la casa.
Agradable conversador, de léxico cuidado, discurre con frecuencia sobre autores de la antigüedad clásica, o la historia, vida y costumbres de pueblos extraños, conocidas a través de sus inquietudes de otras épocas y que según queda expuesto, no ha abandonado. Rara vez encuentra tema en sus recuerdos. Cuando lo hace, omite, al parecer deliberadamente, toda referencia al orden personal o familiar. A ello se debe, en gran medida, el desconocimiento de su vida anterior. Nadie escucha de sus labios noticia alguna, y el temor de actualizar posibles hechos ingratos pone reserva en las preguntas.
Con sus sobrinos políticos Juan Iturralde y Francisco Labourt, sostiene largas conversaciones en francés, idioma que domina, y en cuyos rudimentos inicia a algunos de sus sobrinos nietos, a quienes reúne con tal fin en el comedor de la casa. Se cree, asimismo, que no fue ajeno el inglés a sus conocimientos.
La música lo atrae, y se recuerdan sus ejecuciones en violín, que considerada su avanzada edad, permiten presumir el ajustado intérprete de horas mejores…”.

(1)   Destacan sus ya nombrados familiares este último rasgo de su personalidad.  Así, al abandonar su habitación, lo hace por lo general, en irreprochable traje de calle. Es su sastre don Guillermo Thiemer, alemán, quien se traslada desde Buenos Aires, donde está establecido, para realizar las pruebas de rigor. Severo y exigente el anciano, le obliga a rectificar cualquier error, por pequeño que fuere.

(2)   Quehacer éste que habría abandonado unos diez años antes de su muerte

Bibliografía:

Agustín Matienzo, Carlos Morel precursor del arte argentino, Editorial Emecé

José Cosmelli Ibáñez, Historia de la cultura argentina, Editorial Troquel


 (c) Araceli Otamendi - Archivos del Sur

Apuntes sobre arte argentino: Carlos Morel- Primera parte




Carlos Morel, un auténtico precursor de la pintura argentina

(Buenos Aires) Araceli Otamendi

Carlos Morel aparece como nacido en Quilmes (Provincia de Buenos Aires) en 1813 y fallecido en esa ciudad en 1894, pero dedicado a la pintura sólo hasta los treinta años, cuando al parecer una alteración nerviosa cambió el curso de su vida. (1) (6)
Sin embargo, las investigaciones llevadas a cabo por esta revista en el Museo Municipal de Artes visuales de Quilmes Víctor Roverano señalan en una bibliografía que Carlos Morel nació efectivamente en 1813, el día 8 de febrero, pero en la ciudad de Buenos Aires y murió en Quilmes (Provincia de Buenos Aires) el 10 de septiembre de 1894.


Dice textualmente la bibliografía:

“Nace en Buenos Aires el 8 de febrero de 1813, su familia es próspera y numerosa, no obstante su vida se ve de pronto alterada por todo tipo de vicisitudes. En 1830 egresa de la Escuela de Dibujo de la Universidad, donde tuvo por maestros a J.Güth y a P. Caccianiga. Los problemas económicos lo alejan periódicamente de la pintura. Se asocia con su amigo y compañero Fernando García del Molino, con quien realiza en colaboración varios retratos en miniatura. En 1837, Marcos Sastre en la apertura del Salón Literario ya menciona a Morel, junto a otros artistas, diciendo: “…de ellos se gloriará algún día la Nación…”. (5)

Según el libro de María Laura San Martín: La pintura en la Argentina, editado por Claridad, Morel “había estudiando en la Escuela de Dibujo
de la Universidad de Buenos Aires y no viajó a Europa. Su obra se encuadra dentro de un costumbrismo realista, pero con más verdad, dinamismo y emoción que el anotado para los pintores extranjeros de la época inicial. Su temática es la del gaucho en su vida libre y romántica y las movidas escenas de las batallas, y en esto es, como lo llama Agustín Matienzo, un auténtico precursor…” (2)

“La pintura de Morel prefigura el cuadro histórico, un poco pintoresco y un poco romántico de Blanes, López, Ballerini, Demaría y otros que vendrán luego…”. (1).

En otra publicación del Centro Editor de América Latina ya se consideraba a Carlos Morel cronológicamente  como el primer pintor argentino:

“…Pintó retratos, batallas, grabó tipos y escenas y es el autor de La calle larga de Barracas, de alto nivel y muy audaz para la época en la cual fue pintada: el tratamiento de las sombras y de los reflejos anticipa algunos de los recursos impresionistas…”. (3)

Laura Malosetti Costa afirma: …”Durante el período rosista comenzó la actividad de los primeros artistas locales formados con aquellos extranjeros que habían abierto su taller en la ciudad. Uno de ellos fue Carlos Morel, quien se dedicó a pintar escenas costumbristas, episodios militares y paisajes continuando en buena medida la mirada “desde afuera”, atenta a lo pintoresco y peculiar, que habían dirigido sobre la región los artistas europeos. Hay sin embargo un dinamismo romántico en sus escenas militares, que revela en este artista un interés estético más allá de la documentación iconográfica..”. (4).

Y según la bibliografía suministrada por el Museo Municipal de Artes Visuales de Quilmes “Víctor Roverano”: “…es quizás en el grabado donde Morel desarrolla su vocación más profunda, plasmar su tiempo, en la imagen de su pueblo, observado íntima y delicadamente en su cotidianeidad, del todo alejada el exotismo tan afecto al romanticismo europeo. Si bien retrata en sus litografías a los personajes políticos de su época (Rosas, Medrano, V. López, Arana, Insiarte, Gómez de Fonseca, Urquiza), es en la Serie Grande de Ibarra y en Usos y costumbres del Río de la Plata donde vuelca su conocimiento y fervor por lo popular argentino.
A partir de 1844 su figura pública se opaca lentamente, se traslada a Quilmes donde se instala como fotógrafo, acompañando a su hermana Indalecia, viuda de Dupuy. Realiza trabajos menores, algunos públicos hoy desaparecidos (retablo para la Casa Parroquial,, telones y bastidores para el Teatro del Salón Municipal), se conservan de esta época dos óleos en el lMuseo Histórico Regional de Almirante Brown de Bernal….”. (5)

También de acuerdo con esta misma bibliografía:

“… Su obra más importante la produce en los pocos años que transcurren entre 1835 y 1845. Un oscuro episodio, transmitido por tradición oral, lo sume en la melancolía y la demencia, quebrando su desarrollo artístico. Cuenta la leyenda que salvó milagrosamente su vida, momento antes de su ejecución a manos de la Mazorca, al llegar una orden personal de Rosas en su favor, su cuñado José María Dupuy, no corrió su misma suerte y fue ejecutado. Si embargo esta historia se contradice con la documentación histórica que lo ubica en Brasil, cuando este hecho ocurre.
Y es el primer pintor argentino que exhibe predilección por los temas costumbristas criollos y retrata al Gaucho con exquisita dedicación. En su paleta y composición se descubren rasgos de un incipiente romanticismo, ya observado por críticos e historiadores de su arte. Sus principales obras pictóricas, realizadas entre 1839 y 1842 son: Carga de caballería del Ejército federal (óleo), Caballería gaucha (acuarela), Mercado de carretas en la Plaza Monserrat (óleo), Payada en una pulpería (óleo), La calle larga de Barracas (óleo sin fechar), Retratos al óleo: Macedonia Escardó, Patricio Peralta Ramos, Florencio Escardó, Retrato del Pintor (sin fechar), Miniaturas: Retrato de José M. Dupuy, y en colaboración con F. García del Molino: Retratos de Gral. F. Aldao, Ramona Luna, Rosas, Encarnación Ezcurra, Vicente Corvalán…”. (5)


Museos que poseen obras de Carlos Morel

Y en los catálogos de:

Museo Nacional de Bellas Artes de la Argentina
Museo Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat


Un dato que ha de tenerse en cuenta es que la Escuela Municipal de Bellas Artes de la ciudad de Quilmes lleva el nombre de Carlos Morel.


© Araceli Otamendi – Archivos del Sur




Bibliografía:


(1) María Laura San Martín, La pintura en la Argentina, Editorial Claridad

(2) cita en La pintura en la Argentina,María Laura San Martín, Editorial Claridad: Agustín Matienzo, Carlos Morel precursor del arte argentinol, Buenos Aires, Emecé.

(3) Abraham Haber, La pintura argentina, Vanguardia y Tradición, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, setiembre de 1975.

(4) Laura Malosetti Costa, Pintura Argentina, Precursores I, Ediciones del Banco Velox



(5) Bibliografía suministrada por el Museo Municipal de Artes Visuales Víctor Roverano de la ciudad de Quilmes

(6) Catálogo del Museo de la Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat

Apuntes sobre arte argentino: Carlos Morel- Segunda parte


Carlos Morel, auténtico precursor - Segunda parte



(Buenos Aires) Araceli Otamendi

Continuando con Apuntes sobre arte argentino, brindamos ahora la segunda parte de Carlos Morel – Auténtico precursor del arte argentino. Nos abocamos ahora a ofrecer a los lectores parte del testimonio de Agustín Matienzo pariente del pintor y autor del libro  “Carlos Morel, precursor del arte argentino” editado por Emecé en – libro agotadísimo – y que con gran esfuerzo rastreamos por innumerables librerías de la ciudad de Buenos Aires hasta que lo ubicamos en una librería de libros antiguos, y también al testimonio de Alfredo González Garaño, quien prologa el libro.



“…La existencia, por ejemplo, de Carlos Morel, el primero cronológicamente y, sin duda, el más dotado de los que dieron prestigio a las artes plásticas argentinas en la primera mitad del siglo XIX, es la más oculta, la más desconocida, debido a tristes circunstancias. Por ello es de sumo valor la obra escrita por su sobrino-bisnieto, el doctor Agustín Matienzo, pues aporta un gran caudal de datos inéditos sobre la personalidad de tan ilustre argentino.

Bien sabía el historiador lo estéril del terreno en el cual había de realizar sus búsquedas, mas con su agudo espíritu de investigador, su tenacidad, y su recta conducta de estudioso, logró superar todos los obstáculos y dar como feliz a su larga y minuciosa tarea. Así ha podido ampliar y sobrepasar los estudios efectuados anteriormente.

Como labor previa e indispensable, Matienzo ha debido investigar pacientemente en diversos archivos y dar lectura prolija y atenta a numerosos legajos testamentarios, colecciones de diarios y revistas de la època, biografías de los contemporàneos de Morel, estudios y crónicas sobre las Bellas Artes durante nuestro pasado, etcétera. Ha prescindido acertadamente, de todos los detalles basados en la tradición oral, fuente peligrosa de información, dado que se inclina casi siempre a lo pintoresco y aún a lo truculuento…”

Alfredo Gonzàlez Garaño


Apuntes sobre su vida

Radicación de Carlos Morel en la ciudad de Quilmes (Provincia de Buenos Aires)

“Puede afirmarse con certeza su radicación en Quilmes, a partir de 1870…”


“… En aquel hogar, que supo practicar la caridad en su más evangélica acepción, “Tío Carlitos”, como se lo llamaba, pues todos eran en la casa sus sobrinos en distinta generaciòn, no es el partiente indigente a quien, haciendo sentir la protección brindada, se relega a secundario lugar.
Cariño, respeto y comprensión rodean sus días y no le falta jamás la consideración debida a su indiscutido señorío. En prueba de la afirmación , anotemos de camino una circunstancia: nadie se sienta a la mesa familiar, si no lo ha hecho él primeramente, en la cabecera que se le ha destinado"


Cuando Morel se limitó a bordar

“… Queda por considerar un tema capital: el relativo a su salud mental, resentida, según se ha sostenido hasta el presente, por los acontecimientos que ensombrecieron el hogar de su hermana Indalecia (1),

Tal error en la etiologìa, y el desconocimiento de la real naturaleza y gravedad del mal, permitieron el libre juego de la imaginación. Y es así como en algunos trabajos sobre él publicados, sus autores, críticos de arte en su mayoría, hablan de sus últimos años presididos por el terror de la imagen de la muerte, que se le acercó y hubo de hacerlo suyo en el banquillo mazorquero. De ahí también los paralelos: el pintor de las batallas, del ímpetu agresivo, del entrevero bravío, trasmuta su personalidad ante la siniestra visión y desde entonces se limita a bordar y a tratar en sus cuadros santos y madonas…”.




(1) Indalecia Morel – hermana de Carlos Morel en línea paterna,
Casada con José María Dupuy, quien siendo vecino de Quilmes debió abandonar su solar en 1840, luego de que su quinta fuera embargada, semidestruida la casa por el fuego, y rematados los biens muebles, desde el carruaje, recientemente adquirido al Dr. Ireneo Portela y que pasó a poder de Prudencio Rosas, hasta la ropa de cama de sus pequeños hijos.

Se habla de la ejecución de Dupuy en Santos Lugares por orden de Rosas, cuando, por el contrario, tuvo lugar en el cuartel de Ciriaco Cuitiño en Buenos Aires, y sin intervención del Dictador. Así surge de las sentencias condenatorias de los mazorqueros Badía, Troncoso, Alen y el nombrado Cuitiño, que pueden leerse en los ejemplares de La Tribuna de los días 18 de octubre y 30 de diciembre de 1853 y El Nacional del 7 de marzo de 1899, y de la defensa que del nombrado en último término hizo el Dr. Marcelino Ugarte, publicada en el primer número de El Plata Cientìfico y Literario. (pag. 33)


El arte de Morel



“…Morel nunca dio un sentido comercial a su arte, en el que no encontró un medio de vida. No creemos que haya hecho retratos sino esporádicamente. Así se explica el reducido número que de ellos se conoce, pues son precisamente estas obras las que se conservan por su significado emocional, con prescindencia, en general de su valor artístico. ..”


Dos cartas de Morel al General Garmendia

En un artículo del diario La Nación publicado en 1962, Agustín Matienzo destaca a través de dos cartas de Carlos Morel al General José Ignacio Garmendia, escritas y fechadas en Quilmes en 1890, donde el artista le escribe bajo la influencia de un particular estado emocional. “…Luego de casi medio siglo de vida retirada, en la serenidad del hogar familiar, rodeado de afectos y atenciones, el apacible transcurrir de sus dìas se interrumpe y un pasado, intensamente vivido, reaparece con fuerza de plenitud…”.
Garmendia le había pedido a Morel uno de sus cuadros para la galería de artistas argentinos que estaba formando.
En esas cartas, Morel, sale de su mutismo y le responde.

A partir del estudio de estos documentos, Matienzo afirma:

“Hemos sostenido con reiteración que no fue el suyo un estado demencial, como tantas veces, se ha afirmado, sino que se limitó a un debilitamiento general de sus facultades intelectuales. Así lo demuestran las piezas reproducidas. Ellas revelan una mente lúcida; los errores que se advierten son los comunes en personas de avanzada edad y que sólo esporádicamente ejercita la pluma. Estamos, pues, en presencia de un malestar de origen nervioso, que evolucionó favorablemente, y del que apenas quedaron secuelas…”.

(c) Araceli Otamendi - Archivos del Sur

bibliografía:

Agustín Matienzo, Carlos Morel precursor del arte argentino, Editorial Emecé

nota publicada en el diario La Nación, 1962, autor Agustín Matienzo: El pintor Carlos Morel a través de dos cartas esclarecedoras

viernes, 22 de octubre de 2010

La noche de John Cage - cuento

imagen: Luciana Iriart



La noche de John Cage



     Como siempre, se preguntaba Lucy, si  Paul  vendría esa noche a buscarla. Le había prometido acompañarla al concierto de John Cage aunque ella sabía que a Paul no le gustaban los conciertos. Tampoco la música, ni siquiera el teatro. Pero Paul era tan buen mozo, tan buen deportista, tan buen jugador de tenis, Paul, Paul... Pronunció el nombre en voz baja mientras se maquillaba frente al espejo. ¿Por qué debía maquillarse así? Paul  se lo reprochaba siempre: Con menos maquillaje estarías mejor, te verías natural. Sin embargo, Lucy pensaba que Paul  exageraba. El maquillaje no era demasiado complicado: base color casi rosado, azul-verde en las sombras para párpados, rimmel negro, kohol —porque así había visto cómo se pintaban los ojos las mujeres de origen árabe—, rubor rosa casi fucsia, el mismo color en los labios.  El maquillaje era todo un ritual que Lucy había aprendido viendo maquillarse a su madre y a su tía. El maquillaje era un ritual que se oficiaba a toda hora en la casa en que ella se había criado. A toda hora es un decir, el maquillaje era necesario como una vestimenta. Parpadeó durante algunos segundos mientras miraba la imagen de esa mujer joven que la miraba a su vez desde el fondo de aquel cuadro y la observó lentamente: el vestido seleccionado para esa noche estaba colgado de una percha, en la puerta del armario. La luz de la habitación se reflejaba también en la escena y algunas luces de los carteles de la calle hacían lo mismo enmarcando la cara de Lucy en el rectángulo del espejo, reflejaban en el pálido retrato algunas sombras de color verde azulado. Había trabajado todo el día en esa maldita oficina, había llevado carpetas de un lado al otro, había estado escribiendo a máquina y le dolía la espalda, había soñado muchas veces durante el día —todo el día— con asistir a ese concierto con Paul.

                Lucy se puso un pañuelo sobre la cabeza tapándose la cara, para no manchar  el vestido que deslizó sobre los hombros y luego estiró hacia abajo. El teléfono empezó a sonar en el living. Era un pequeño living en un viejo edificio de departamentos. El sonido de la campanilla se detuvo ni bien Lucy pisó la alfombra casi tropezándose. ¿Sería Paul  para avisarle que saldría más tarde del trabajo? No lo sabía. Tampoco sabía mucho acerca de Paul, a pesar de conocerlo desde hacía años. ¿Es que se podía saber algo acerca del otro?, pensaba. ¿Sabía él algo acerca de ella? Había acumulado tantas dudas durante los meses en que salía con Paul  como hojas secas se acumulaban durante  el otoño en las calles.
Lucy se detuvo de nuevo frente al espejo antes de dar media vuelta, apagar la luz y cerrar con llave la puerta del departamento. "Nos acecha el cristal", podría haber pensado si hubiera recordado los versos de Borges. Lo único que acechaba ahora era el mal tiempo, algunas nubes en el cielo gris anticipaban una tormenta y el cielo desplomándose en cualquier momento. Detuvo un taxi en la esquina y le indicó el camino al conductor. Tenía veinte minutos para llegar al auditorio y tal vez Paul  estuviera ahí, en la puerta, esperándola...
En la calle había muchos autos, se escuchaban bocinas, motores, rugidos,  alguna ambulancia,  todo tenía un ritmo febril. Los ojos de Lucy se detenían en las caras de los transeúntes: algunos tenían semblantes afligidos, casi todos iban cansados,  se levantaban las solapas de los abrigos,  había empezado a soplar un viento seco y fuerte.  Las luces encendidas de las vidrieras, los reflejos de los carteles luminosos en el asfalto, era lo que más le atraía a Lucy en esa ciudad que aún no era de ella. Esa gran ciudad nunca le pertenecería como ella tampoco pertenecería nunca a esa gran ciudad. Y sin embargo iba a escuchar esa noche el concierto de John Cage, se dijo a sí misma para cobrar fuerzas. Aunque Paul  no hubiera venido a buscarla ni tampoco estuviera ahí en la escalinata del teatro. La luz de un relámpago y el sonido de un trueno algunos segundos después recibieron a Lucy cuando bajó del auto y se dispuso a entrar al auditorio abriéndose paso entre los que aguardaban ahí, en la escalera. Si Paul hubiera llegado antes lo hubiera visto, pensaba mientras buscaba en el interior de la cartera la entrada para el concierto. Se felicitó a sí misma de ser una mujer tan moderna y tener tanta autonomía: no necesitó a Paul  para sentarse ahí en esa butaca. Mientras, miraba a los que estaban ahí como ella esperando que el concierto empezara. Había un hombre sentado en la fila anterior demasiado alto para que se pudiera ver bien el escenario. En cambio, en la misma fila en que estaba sentada Lucy, había otro hombre seguido de una mujer comiendo caramelos y luego arrojaban el papel celofán al piso. Lo hicieron tres, cuatro o más veces. Lucy pensaba que no era posible hacer algo así antes de un concierto y estuvo a punto de decírselo pero se contuvo. No quería pasar por maleducada. No quería ser como esa vecina de su madre que se la pasaba fumando cuando venía de visita y comiendo caramelos de menta para la tos y arrojaba el papel celofán en el cenicero.  Tampoco le gustaba la gente que se parecía a esa mujer. Pero ella no podía cambiar el mundo ni a la gente, se dijo.  El teatro se iba llenando y los zapatos de Lucy se comprimían alrededor de los pies cansados de andar durante el día. Recordaba en ese momento las veces en que tuvo que rehacer el informe para su jefe. Nada lo satisfacía al pequeño hombrecito cruel y descascarado como un árbol seco y Lucy llegó a preguntarse ese mismo día si ese hombre que era su jefe estuvo satisfecho alguna vez de algo. O si la madre en lugar de darle leche en el biberón lo  había criado con  vinagre. Tal vez ese hombre había crecido así, a base de puntapiés y vinagre. No era indulgente consigo misma, pensaba, porque no debería estar pensando esas cosas sino disfrutando del concierto esa noche. 
El sonido de la sala se había tornado algo infernal: la tos de algunos le había hecho perder algo, pensó Lucy. O tal vez sólo fue el papel celofán de los caramelos de la pareja sentada a su lado. O las personas moviéndose en las butacas. Algo había pasado entonces, algo se había perdido. Porque Lucy veía que los espectadores se incorporaban y se iban hacia la salida. Y los acomodadores vestidos con uniforme le indicaban ahora que el concierto había terminado. Había que salir de ahí cuanto antes, tomar un taxi y llegar a casa rápido. Le costó una media hora conseguir un taxi para volver a casa. Algunas mujeres corrían subidas a las plataformas de los zapatos, parecían torcerse como tallos empujados por algún viento fuerte, mientras la lluvia caía casi impiadosamente sobre el asfalto. Ese maldito asfalto. Lucy se había refugiado debajo del techo de un edificio de departamentos.  Un taxi se detuvo y bajó de él un hombre, parecía apurado porque el conductor se quedó con el vuelto en la mano.  Lucy le indicó el camino al conductor y se recostó en el asiento: Mañana sería otro día igual, pensó. O tal vez no, se dijo. Era raro lo que había pasado esa noche ahí, en el teatro. Abrió la cartera y sacó el programa del concierto: 

0´00´´  John Cage, decía, entre otras cosas. 

Ya en casa no podía dormir, el teléfono no sonaba, ni siquiera una breve carta debajo de la puerta como a veces acostumbraba hacer Paul. 
Marcó el número de teléfono una vez, y otra, y otra, pero la voz de Paul diciendo: —Hola,  no aparecía. Eran las dos de la mañana y a las siete tenía que estar en pie de nuevo. Se quitó el maquillaje o los restos de la máscara y se lavó la cara. Dejó correr el agua durante algunos segundos... Por la ventana del baño también se podía ver el agua; las gotas, deslizándose por el cristal, parecían aferrarse por momentos a la superficie transparente hasta seguir su curso. Cerró la canilla y fue hasta la habitación. Antes de dormir estuvo durante algunos minutos, mirando las luces de la calle. No le gustaban las cortinas, así que las había corrido para mirar el reflejo de los últimos vestigios de ese espectáculo llamado noche. Quería recordar alguna canción que  hablara del mar...Y el sonido de la lluvia se interponía en sus pensamientos como un ritmo agitado. Era el agua que caía en el patio interior del edificio y que podía escucharse cuando dejaba la ventana del living abierta. Era un ritmo parecido al que podía hacer alguien o varios con un instrumento de percusión: toc toc, toc, pmpmpmpm, tectectectec... y luego se repetía: toc toc, toc, pmpmpmpm, eso sí que era algo más que el sonido de las teclas de la máquina al escribir. 

El sonido del teléfono interrumpió sus pensamientos, ¿sería Paul?, ¿tal vez equivocado? Se incorporó y caminó rápido hasta el living. Levantó el tubo del teléfono y dijo: ¿Hola? ¿Hola?, pero nadie respondió.  Seguramente a esa hora, eran más de las dos de la mañana, sería equivocado, pensaba.

Volvió a la habitación y se acostó. Pensó que tal vez había hecho mal en colgar el teléfono. Si hubiera sido Paul podría haberle hablado de lo mal que lo pasó esa noche. ¿Realmente lo había pasado mal? O tal vez le hubiera dicho algo acerca de lo bien que lo pasó esa noche en el concierto de John Cage: 0´0´´. Después de todo no había sido tan malo el día, después de trabajar había conseguido cambiarse, arreglarse, tomar un taxi y atravesar la ciudad hasta  llegar al auditorio en esa tarde que presagiaba una tormenta. Había asistido a un raro espectáculo y se había detenido a mirar los espectadores...

Esa noche Lucy  soñó con el mar: estaba en una habitación que luego se convertía en playa. La arena amarilla la sostenía ahora frente al agua verde y transparente donde niños con globos de colores nadaban cerca y lejos de la orilla. Parecía que estaba ahí desde hacia mucho tiempo aunque nadie podía asegurárselo. La arena era fina y limpia y ella caminaba sin dejar de mirar el mar que poco a poco se iba deslizando hacia adentro. Poco después, los globos azules, lilas, violeta volaban en el cielo azul como pájaros. Después de ese sueño tuvo varios más. También soñó con peces, peces de color naranja que Paul atrapaba con una cesta y luego volvían a salir al agua y Paul se divertía en dejarlos salir de ahí. Si bien el espectáculo que ofrecía Paul le parecía gracioso y bellísimo, no comprendía bien por qué Paul se ocupaba de atrapar peces en el agua para dejarlos ir. ¡Pero qué peces! Jamás había visto unos colores tan brillantes, un naranja tan nítido, unos peces tan bellos como si los hubieran pintado en  una estampa japonesa. 
         
    ¡Qué peces! ¡Qué  extraordinario color naranja!, se repetía a sí misma mientras escribía el informe tecleando en la máquina en  la oficina, sólo se detuvo para atender el teléfono, sonaba con un timbre monótono, insistente... ¿sería Paul?

© Araceli Otamendi- Archivos del Sur

viernes, 15 de octubre de 2010

Lucía y la adivina - relato

La suma sacerdotisa - (Silke, Arcanos en seda)




Lucía y la adivina*

Acompaño a Lucía a la casa de una adivina. Lucía  es una mujer relativamente joven, estará cerca de los cuarenta, no los aparenta salvo por el gesto demasiado serio que permanece invariablemente en su cara, casi nunca se ríe.
En realidad la adivina es una mujer que tira las cartas. Proliferan en Buenos Aires. Nunca había ido a un lugar así. No sé por qué Lucía me eligió a mí para que la acompañe, no creo en ese tipo de cosas, tal vez se sienta más segura si va con alguien.
El problema de Lucía es que el marido, más joven que ella, buen mozo y simpático es un hombre con suerte. Le va bien en su profesión y Lucía está siempre expectante. Teme que se lo roben. Teme que le hagan algún maleficio, que alguien con poderes mágicos y no tan mágicos lo aleje de ella.
La casa de la adivina queda en un barrio de Buenos Aires, algo alejado,  es un departamento antiguo, modesto. Cuando entramos hay una cantidad increíble de mujeres esperando turno. Casi todas están bien vestidas, con aspecto de profesionales, bien peinadas, bien maquilladas.
Se escuchan algunas conversaciones. Hay una mujer vieja que recibe a las visitantes. Es una mujer gorda, tiene aspecto de cansada, de gastada, de haber perdido hasta sus más recónditos sueños.
Lucía, como siempre, está expectante por lo que le depara el porvenir, por saber si su marido la engañará, si alguna mala mujer se lo quitará de su lado. Teme que él la deje y ella se quede en la calle.
La mujer que se ocupa de recibir a las clientas de la adivina es una eximia profesional, podría ser la secretaria de un médico o de un dentista si no tuviera ese aspecto tan desaliñado. Se defiende hablando.
Las horas van pasando, en la antesala del consultorio de la adivina habrá unas quince mujeres con aspecto de preocupadas, temerosas del destino, confiadas en las artes mágicas.
Me dedico a observar a esas mujeres, a escuchar algunas conversaciones mientras Lucía se retuerce en el asiento con sus miedos, sus ansiedades, su inseguridad.
La secretaria de la adivina adquiere con el correr del tiempo un tono seguro, escucha y también da consejos. Pienso si no será como en algunos programas cómicos y films que he visto en mi infancia: siempre hay alguien que se entera primero de los secretos para después confiárselos al adivino. Es posible, ¿por qué no?
—¿Y vos, por qué venís? Se intriga la secretaria.
—Acompaño a mi amiga.
—Mirá que la Adelaida es buena, la consultan médicas, abogadas, contadoras…
—¡Qué bien! —digo, y pienso, no alcanza con ser profesional, con haber estudiado para tener certezas, la magia también es posible. Pero no lo digo.
—¡Que pase el que sigue! —dice la voz de una mujer desde adentro de una habitación.
Ha llegado el turno de Lucía. Ahora tengo tiempo de escuchar con más atención las conversaciones. Han quedado cuatro o cinco mujeres, nada más. La conversación se anima con la secretaria.
—¿Y saben por qué vienen principalmente aquí? —dice la secretaria.
—No —digo.
—Por problemas familiares. Casi todas tienen problemas familiares, con el marido, los hijos, el amante, el novio. Las que son casadas casi todas tienen problemas. Hay muchas que se quieren divorciar y tienen problemas con los hijos porque se divorcian entonces los chicos andan de aquí para allá como paquetes. Y los problemas son porque no hay amor, porque si hubiera amor no habría problemas. Ahora yo digo una cosa, si hubiera amor no harían eso con los hijos. Y si tuvieron hijos ¡banquenselá!
Casi todas asentimos, es una lección de sentido común. La maestra ha dado la lección, ¿para qué consultar a la adivina? Mientras espero a que Lucía salga de la consulta, observo como la secretaria sonríe satisfecha.

© Araceli Otamendi

 *Lucía y la adivina corresponde a la serie de cuentos "Tardes de madres" de la autora

jueves, 7 de octubre de 2010

Extraños en la noche de Iemanjá - novela - (fragmento)



Extraños en la noche de Iemanjá
Novela
(fragmento de un capítulo)

Ya en el hotel, veía la cara de un caballo contra el vidrio de la ventana. Tenía los dientes tan blancos como la ropa de las mujeres que limpiaban los bungalows. Me detuve a mirar a una de ellas. Parecía salida de una plantación de café del siglo diecinueve, en algún lugar sureño. Pero no, estábamos en el siglo veinte, casi a fines y la escena se me antojaba irreal. Encendí un cigarrillo en forma casi automática y pensé en una novela de Carlos Fuentes.
Casi enseguida, aparecieron dos mujeres más vestidas de blanco: turbantes blancos en la cabeza, vestidos de una blancura nívea, sus dientes también blancos. Los ojos oscuros miraban fijo, parecían mirar a la distancia y al mirarlos uno recorría un pasillo largo, extremadamente largo y oscuro, casi infinito, seguramente habitado por mujeres de todas las edades, de todas las condiciones sociales, mujeres de piel blanca y también de piel negra. Yo también había habitado algunos de esos pasillos, pensaba. Es más, tenían puerta ¿y eran varias? Cuando quería, podía abrir una de esas puertas y escapar de todo: del desamor, de la soledad, de la violencia, del desprecio. Todas las mujeres, pensaba, teníamos una o varias de esas puertas.
Porque no había peor servidumbre que la esperanza de ser feliz ¿la frase era de Pascal?
Frente a la habitación pasaba un río, un río de aguas azules y sereno, casi ordenado, que desembocaba en el mar. Pensaba si realmente Willy Agastizábal había estado ahí, en ese hotel. Solo o con alguien. Pensaba también si habría mirado el mismo paisaje que ahora yo miraba. Pensaba en el río, en Willy, en quién lo habría matado. Y también pensaba ¿y si hubiera sido Willy solo quien hubiera estado ahí. Era un buen escondite….

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

viernes, 1 de octubre de 2010

Septiembre, un buen fin de semana*





Dos ojos brillan como escarabajos en la noche inusualmente cálida de Septiembre. Son oscuros, casi negros y alumbran una carita redonda y fresca, de la niña más chica. Tendrá alrededor de tres años y una expresión dulce y triste a la vez. El pelo es oscuro como los ojos. La otra niña, más grande, tiene el pelo lacio y rojizo, en sus ojos el brillo casi no existe y ocupa su lugar una opacidad gris, por momentos tiene una expresión de angustia. Las dos nenas juegan en un rincón del living, pisos de madera encerados, muebles Luis XVI, todo muy prolijito, todo muy ordenado.

Sentadas en posición de buda visten y desvisten a varios muñecos de plástico. No miran hacia la ventana ni ven el azul profundo del cielo, tal vez ni siquiera escuchan los molestísimos ruidos de los escapes de los autos que corren a toda velocidad por la Avenida Nueve de Julio. El aire, naturalmente viciado de la gran ciudad se ha tornado caliente y hay un aroma dulzón que a lo mejor proviene de los árboles florecidos. Ahora la campanilla del teléfono ha interrumpido el juego. Las niñas dejan lo que estaban haciendo y corren, se abalanzan sobre el aparato. ¡Es mamá! Gritan al unísono. Les gana de mano una muchacha joven, petisa, de cola grande y chata, con forma de pera. Mientras habla, los ojos redondos de la mujer se mueven inquietos, el rasgo más notorio de la cara de la niñera es una pelusa gris que cierra la forma del labio superior. Sí señora, Rosita habla. Bien ¿y usted?
—¿Hola Rosita? ¿Cómo estás? ¿Y las nenas? ¿Están todos bien?

Para entablar esta conversación la mujer ha cruzado el Río de la Plata. No está sola. La mujer parece preocupada, mientras el hombre joven que la acompaña mira el BMW estacionado en el parque. El aroma de los pinos llega a la habitación mezclado con el aire fresco del mar, un mar espumoso, rugiente, hacía llegar su canto. La mujer seguía hablando. Del otro lado, la voz de la niñera llegaba algo confusa. Cruzar el Río de la Plata no es un gran salto pero alivia la presión de los lazos familiares, tal vez diluye algo, cuando se cruza el río parecería que todo queda demasiado lejos. Las habitaciones del hotel están decoradas con gusto. Marcela y su amante ocupan un cuarto empapelado en tonos de azul y violeta. De espaldas Marcela tiene un aire juvenil, el pelo largo, es delgada. De frente, una fina red semejante a una tela de araña delata el roce de los cuarenta o más, tal vez menos, tal vez el efecto del sol. El hombre fuma ahora un cigarrillo. Es joven, alrededor de treinta años, el pelo muy corto. Tiene un aire a Antonio Banderas. Alternadamente mira a Marcela y al BMW estacionado en el parque. Ahora es el turno de Marcela que dice:
—Cuidálas, no las dejes solas para nada, cualquier cosa tenés anotado el número de mamá. Acordáte.
—Sí señora, las voy a cuidar —se escucha apenas la voz de Rosita.

Marcela tiene la voz ronca, a veces cuando se ríe ofrece una sonrisa parecida a la de un caballo. Está harta de inspeccionar negocios, empresas, de caminar todo el día por Buenos Aires e investigar si realmente esas empresas han pagado los impuestos. Desde que se separó del padre de las nenas no tiene otra vida más que ésa, le dice muchas veces a la madre. También soy hija de padres separados, piensa, justificándose. Marcela está a punto de colgar el auricular cuando el hombre se lo quita de la mano y lo cuelga él.
En la cocina todo es muy blanco, el piso, las paredes, el techo. Los muñecos yacen en el suelo exhaustos de jugar. Los muñecos no tienen mamá, tampoco tienen papá. La mamá soy yo —dice la pelirroja—. La risa de las nenas fresca como una naranja recién cortada se interrumpe cuando suena la campanilla del teléfono.

—¿Está tu mamá? —dice una voz masculina
—Mi mamá no está, está de vacaciones, se fue a Punta del Este ¿y vos quién sos?
—¿Está Rosita?

—Sí, pero ¿y vos quién sos? Insiste la voz infantil.
—Un amigo, pasáme con Rosita.
El auricular queda suspendido, se hamaca, se desenrosca en un tirabuzón hasta que las manos regordetas de Rosita lo atrapan. Con el auricular apretado contra la oreja, la mujer se sienta en una silla, se distiende con las piernas abiertas mientras habla.
—Sí, estoy con las dos. Hasta el domingo, sí. Solas, sí. No hay problema.
Los cuatro ojos se fijan ahora en los labios de la mujer.
—No, no me dijo, no sé. Sí ... No, no sé, bueno....
La conversación sigue con monosílabos, entrecortada hasta que varios pedacitos de vidrio se esparcen en el piso. Las nenas se miran calladas.
—Tengo que cortar, chau.
—¿Quién era? —preguntan las dos
—Un amigo responde la muchacha mientras recoge los restos de una botella de coca cola.
—¿Qué amigo? Insiste la nena más chica.
—Toni, vos ya lo viste en la plaza.
—¿Ese era Toni? —pregunta la nena más chica con aire 

incrédulo.
—Sí ¿qué tiene?
—No me gusta, dice la pelirroja.
—Laváme los dientes —pide la nena más chica.
—¿Por qué no te gusta Toni?
—Es feo, no me gusta.
—¿A vos te gusta? —pregunta la pelirroja.
—Sí, a mi me gusta.
—Laváme los dientes —insiste la nena más chica.


—No es tu amigo, contesta la muchacha mirando a la pelirroja mientras se lame el dedo índice hasta que una gotita de sangre desaparece dentro de la boca. Me salió sangre ¿vieron? Dejemén tranquila y vayan a la cama. Vamos que las voy a acostar. Vamos a dormir y mañana jugamos otra vez.
—Qué me importa dice la pelirroja. Mamá no quiere que llame ningún hombre a casa.
—Está bien, dice Rosita. No tiene nada de malo. Por favor no le vayas a contar.


Las persianas están bajas, las ventanas abiertas. La luna redonda, enorme, se recorta amarilla en el azul profundo de la noche. Las dos nenas duermen abrazadas en la misma cama. Los muñecos están acostados junto a ellas mientras la luz pálida de un perrito de plástico ilumina los objetos del cuarto. Solamente se escucha el sonido apagado, metódico de una gota de agua. A veces ese sonido se combina con otros ruidos que de noche se tornan extraños. Son ruidos que intranquilizan. De vez en cuando los ojos de la pelirroja interceptan un círculo en el techo de la habitación y vuelven a cerrarse. El calor no le permite un sueño tranquilo. La respiración pausada de la nena pequeña calma los miedos de la pelirroja.

Ahora, el sonido de una llave girando en la puerta de calle interrumpe algo del silencio nocturno. Sostiene la llave una mano ruda, de dedos nudosos y piel brillante. Un cigarrillo muere aplastado por una zapatilla blanca, de suela de goma y de marca. Los pisos van pasando y la luz del tablero cambia de lugar hasta llegar al piso trece. El hombre se mete la mano en el bolsillo y cuenta algunas monedas. Segundos después introduce la mano dentro de la campera y toca el arma debajo del sobaco.
La luz del tablero indica el piso trece. La puerta apenas hace ruido cuando Rosita la abre. Apenas se besan, caminan rápidamente hasta el cuarto.
La pelirroja ha abierto apenas la puerta del dormitorio, apenas para ver a Rosita y al hombre entrando en la habitación. Ahora no sólo la gota de agua interrumpe el silencio nocturno, también hay ahora ruidos distintos, como los de una lucha cuerpo a cuerpo. La pelirroja está sentada en la cama. ¿Escuchás? le dice a la nena más chica. Afuera hay un fantasma. Tengo miedo, dice la otra nena. Mamá no está dice la pelirroja. ¿Y Rosita? ¿dónde está? Pregunta. Quiero que venga mamá, dice la nena.

Shhh, chista la pelirroja imitando el sonido de una lechuza. Calláte que hay un hombre, está con Rosita. Si me dijiste que había un fantasma. Lo dije para que te despertaras. Hay un hombre y está en la pieza con Rosita. Tengo miedo dice la nena más chica. ¿Y si nos mata? Esperá, esperá, dice la pelirroja. Si no se va enseguida, llamamos a la abuela. ¿Por qué no la llamamos ahora? dice la nena más chica. Está bien, vamos a llamarla.
Las dos nenas caminan descalzas, sigilosas hasta la cocina. Ahí está el teléfono. Mientras la pelirroja marca los números la nena más chica mira la puerta, cerrada sin llave. En la casa hay ahora un silencio absoluto. Solamente el ruido del motor de la heladera se escucha rítmico. La nena más chica se detiene a observar los imanes, son de formas variadas: frutillas, peras, heidi, snoopy, y hasta un ratón hecho de caracoles comprado en una playa del Uruguay. En la casa de la abuela el teléfono suena una y otra vez. Sonará varias veces más. La casa sigue en silencio, un silencio interrumpido apenas por el goteo de una canilla.

(c) Araceli Otamendi


* Septiembre, un buen fin de semana pertenece a la serie de cuentos "Tardes de madres" de la autora