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domingo, 22 de noviembre de 2009

Tributo a Borges



Nota de Araceli Otamendi  en Revista El Grito (Buenos Aires) en ocasión de estrenarse en el Centro Español Juan Carlos I - New York University el Telefilm Tributo a Borges -(una  idea del escritor  Patricio Lóizaga -)

El hechizo de Van Gogh publicado en la antología grageas




(Buenos Aires)

El hechizo de Van Gogh, cuento de Araceli Otamendi, fue publicado en la Antología "Grageas", cien cuentos breves de todo el mundo, compilación de Sergio Gaut vel Hartman. Ediciones Desde la Gente (Buenos Aires).
más información:

http://www.quadernsdigitals.net/index.php?accionMenu=secciones.VisualizaArticuloSeccionIU.visualiza&proyecto_id=2&articuloSeccion_id=8029

viernes, 20 de noviembre de 2009

Nota del escritor Ángel Brichs publicada en Literatura del mañana

http://literaturadart.blogspot.com/2009/08/araceli-otamendi-realismo-e-imaginacion.html

 

 

 

jueves 20 de agosto de 2009

Araceli Otamendi, "realismo e imaginación"

Araceli Otamendi


En toda la antología del cuento literario americano han existido multitud de formas de abordar esta narrativa en particular, y la mayoría de ellas, aunque no muy diferentes lingüísticamente sí lo han sido en su lenguaje en comparación a la forma de tratar el cuento del otro lado del charco, o sea, en España. No obstante, siempre existen excepciones. Una de ellas es la escritora argentina Araceli Otamendi. Nacida en Quilmes, provincia de Buenos Aires; esta escritora y periodista ha ganado diferentes certámenes literarios, entre los que destaca el Premio Fundación El Libro a escritores noveles (1994) por la novela policiaca "Pájaros debajo de la piel y cerveza", en el marco de la XX Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, publicado por Grupo Editor Latinoamericano.
En el año 2000 su antología de autores hispanoamericanos:
 "Imágenes de New York, una mirada hispanoamericana", publicada como edición especial de la revista Cultura Segunda época, fue presentada en el Centro Español Rey Juan Carlos I, de NYU con prólogo del Prof. y Director del Centro, James Fernández, la cual fue parcialmente traducida al inglés por este último. Entre otros muchos trabajos, ha publicado numerosos cuentos, ensayos, relatos, fragmentos de novela en revistas culturales, suplementos literarios y en antologías nacionales e internacionales; algunos de sus cuentos fueron traducidos al inglés, italiano y coreano.
Fue columnista y productora general del programa cultural De persona a persona en Radio del Plata en el año 2000, ganó el Premio Prestigio que otorga el sitio virtual
 brasilero Ca` estamos nos por su labor en la revista Archivos del Sur y su cuento "Cartas al mediodía, a la manera de Cortázar" fue teatralizado y representado en la ciudad de Buenos Aires e integra la Primera antología de cuentos de autores hispanoamericanos traducida al coreano, titulada "Sube a la alcoba por la ventana", compilación de la Universidad Nacional de Seúl y publicada en Seúl en 2008.



Después de leer a Otamendi nuestros lectores más aventajados podrán apreciar ciertas similitudes (aún sin dejar los referentes y forma de narrar americana en su prosa), con autores españoles como Camilo José Cela o Miguel Delibes. El lenguaje sobrio que utiliza se provee de todo tipo de elementos propios del imaginario histórico y colectivo que, anejados al mundo real medio la visión particular de la escritora se descubren como un mundo paralelo que no es ajeno a nuestra misma realidad mental y personal, eso sí, tras el fondo moralizador o epíteto "lógico" que da personalidad y claro entendimiento al texto. Bien entendido esto, podemos sincerarnos diciendo que si juntásemos la prosa esperpéntica de Cela, el celo narrativo plagado de erudición de Borges y la imaginación de G. García Márquez, daría como resultado a nuestra autora. Pero como decimos en este blog, más vale unas palabras que muchas imágenes (o comentarios de terceros), por tanto, les dejamos pues con tres microrrelatos de esta polisémica autora para que ustedes mismos puedan descubrirlo.





Sin palabras
(en Homenaje al Día del Periodista)

Así me sentía, así estaba: sin palabras. El auto pasó a buscarme a las seis. Sí, a las seis. Era un remise alquilado, dispuesto para mi a las seis de la mañana. ¿Qué iba a hacer entre las seis y las once, cuando llegara el avión?
Llevar las revistas a las radios y a los canales de televisión. En eso había quedado con él. Si salía bien, festejaríamos con champagne. Si salía mal, tal vez comeríamos un sándwich en algún lugar.
El avión llegaría a las once, había que ir a Ezeiza. Esperaría una hora, tal vez hora y media antes, aburriéndome en el bar hasta tener la confirmación del horario.
 
Mientras, camino al aeropuerto el conductor me contaba su drama; su mujer y sus hijos estaban lejos, de vacaciones, en la playa. Cuando ella llegara, porque no la veía hacía dos meses se iba a separar. Para eso había hablado ya con un abogado. Ella no sabía nada, los hijos tampoco. ¿Qué disparate se le había ocurrido? No podìa estar lejos de ella tanto tiempo. ¿Y por eso iba a destruir una familia? Le dije. Me miraba a través del espejo retrovisor. Tal vez tuviera razón, dijo. Piénselo, dije, no haga locuras. Entonces yo era una psicoanalista, lo estaba asesorando, ¿tan fácil había sido escucharlo, decirle eso para que cambiara de opinión? El hombre se quedó callado, seguramente pensando en lo que habìa decidido apenas unas horas antes. Mis palabras lo hacían pensar: no haga locuras, piénselo…
¿Cómo escribir lo que ocurrió antes? Era de noche. El camino asfaltado nos llevaba por la ruta y ahí empecé a ver todo: cada uno que salía de la casa y ataba el caballo a la puerta del garage como si dos épocas transcurrieran juntas; era de noche, y faltaba mucho para hacer el reportaje a ese desconocido que llegaría en un avión, vestido de fama y de honores al que no conocía, al que nunca había visto. Y para eso habíamos arreglado todo: vestirse lo mejor posible, peinarse, estar antes en el aeropuerto y lograr una nota, una buenísima nota porque había que festejar con champagne el éxito de la revista.
Y esto era algo que estaba ocurriendo, íbamos de noche, por la ruta, había visto a varios hombres en las puertas de su casa atando caballos en la puerta de los garajes, seguramente estábamos en la provincia, y también había visto calles inundadas, casas a las que les había subido el agua al techo y los únicos que se salvaban eran los niños, tan niños, tan pequeños, festejando en los techos, saludando y yo también saludaba porque ellos se habían salvado del agua…
El visitante llegó una hora después, el avión se había retrasado. Al verlo me pareció que tenía una actitud de conquistador que llega a nuevas tierras: Francisco Pizarro pisaba América. Lo saludé, me saludó, eso fue todo. Mis palabras fueron: le voy a hacer una entrevista.
Francisco Pizarro – lo llamaré así – no contestó. Nos dirigimos, yo pensaba, al remise que estaría esperando afuera.
Pero no, todo era tan raro que de golpe se había hecho de noche, afuera del aeropuerto y alrededor todo estaba oscuro, apenas iluminado con algunas estrellas.
Un auto estaba esperando a Pizarro y el remise que debía esperarnos se había ido. Tal vez el conductor iba a buscar a su mujer y a las hijas a la playa lejana.
Pizarro indicó el auto como si yo supiera lo que me decía: dentro del auto estaba una mujer y otra pareja, la radio a todo lo que da tocaba música de tango. La mujer y la pareja comían trozos de sandía y el chofer esperaba que Pizarro y yo nos acomodáramos. No tuve más remedio que pensar que todos eran extranjeros: querían escuchar tangos en Buenos Aires y querían hacérmelo notar, que yo supiera que a ellos les gustaba esa música y que también comían una fruta como la sandía porque era verano y se acomodarían a cualquier cosa que les ofreciera la gran ciudad.
Ya estaba en el baile y había que bailar. El auto disparó por la autopista y me pregunté hacia dónde. Yo tenía otros planes en mente: hacer la entrevista, editarla, llevarla a la revista y de ahí seguir y a otra cosa.
Pero después de unos diez minutos el auto se detuvo en una especie de restaurant. Pizarro seguia mudo, y yo pensaba en las preguntas que iba a hacer para que la entrevista saliera lo mejor posible. En el lugar, todo se había dispuesto como un espectáculo. Parecía más una pulpería antigua, hecha a propòsito para turistas. Nos sentamos, pedimos un cafè, bebidas. Y entonces apareció el mago y se dedicó a hacer sombras, animales en una pantalla. Eran sombras chinescas y afuera, por la ventana se veía la noche azul, oscura, como en un cuadro. Y yo me preguntaba qué estaba haciendo ahí, en ese lugar, con una entrevista y mil preguntas en la mente, cómo explicaría lo ocurrido, cómo explicarme a mí misma esa situación…


- ¿Otra vez escribiendo? – preguntó él, varias horas después que Pizarro, la mujer y la otra pareja llegaron a un hotel céntrico y yo me fui tan desconcertada como lo había estado a partir de la llegada del personaje..
- Sí – otra vez
- Me imagino que habrás hecho una buena entrevista, el personaje daba para mucho.
- Sí, tal vez
- Lo decís dudando…
- Es que … no sé, cómo decirlo…
-¿Por qué?
- Es un personaje que no habla.
- ¿Y entonces?
- Nada, entonces, nada. No dijo una sola palabra desde que pisó Buenos Aires.
-¿Qué hizo?
- Escuchó música de tango y comió sandía.
- ¿Y no podés escribir algo sobre eso?
- Lo estoy haciendo
- Quiero leer la nota esta tarde, apuráte.


Era cierto. El personaje no había dicho una sola palabra y yo me había olvidado de relatar algo: durante el viaje desde el aeropuerto hasta el hotel, antes de llegar al restaurant nos encontramos con unas ovejas. No eran ovejas comunes, eran azules, verdes, de color naranja. Algunas estaban esquiladas y envueltas en lanas de colores brillantes, fosforescentes. Pizarro y la mujer se empeñaron en tocarlas. Las ovejas, muy contentas cruzaban el camino de un lado a otro. Y era entonces que nadie tenía palabras para explicar lo que ocurría. Y por eso escribo, por eso escribí esto, para dar testimonio. Porque hacer la nota con ese personaje mudo fue imposible, no dijo una sola palabra. Y tengo que cumplir, entregar la nota como sea, esta tarde es el cierre de la edición, y seguramente no habrá champagne como habíamos planeado, tal vez un sándwich, tal vez, quién sabe.

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Colores




Enfrente de mi casa hay un árbol con flores color violeta. Lo veo cuando me asomo a la ventana del living, lo veo al salir del edificio de departamentos donde vivo. Hay mucho verde ahí y también muchos árboles porque hay un parque. En el parque hay muchos perros, los llevan en grupos de seis, de diez, hasta de dieiciocho perros he contado, atados con correas y el que los pasea se llama paseador. Desde hace algunos años hay paseadores de perros en Buenos Aires, personas que se encargan del trabajo que los dueños no pueden o no quieren hacer. A los paseadores se les paga y algunos dicen que les pagan muy bien. A los perros habría que preguntarles qué tal la pasan, pero ellos no hablan y sólo ladran o gritan o aúllan, y a veces tienen calor porque los tienen atados a los árboles. A algunos los dejan correr sueltos por el parque y otros perros se pelean, se corren el uno al otro y ladran al grupo de perros que tienen enfrente y que parece un grupo rival.
Pero nada de eso me conmueve hoy, sigo caminando por la vereda mojada porque ha llovido hace un rato y veo un perro chiquito calzado con botitas. Las botitas son de color marrón y el perro lleva impermeable. Le pregunto a la dueña o a la mujer que lo lleva porque no sé quién es ni la he visto antes por el barrio si le ha enseñado al perro a caminar con botas. Ella me dice que no, pero el perro recién sale de la peluquería, está bañado, con el pelo seco y peinado y no quiere que se ensucie, dice.
Cuando llego a la esquina me detengo porque el semáforo está en rojo. Enseguida sale de no sé donde un hombre con la cara pintada y comienza a hacer malabares con unas pelotas de plástico: rojas, verdes, amarillas, azules. Sonríe, tiene un cartel pintado en el pecho, sujeto a la remera verde que dice: ¡sonría! hoy es lunes. Claro, hoy es lunes, lo había olvidado y él me lo recuerda. Alguno de los automovilistas, antes que se ponga el semáforo en verde le dan al joven una moneda.
Cruzo la calle, puro asfalto negro y me detengo para cruzar la avenida: hay muchos ómnibus, autos, demasiados así que tendré que esperar a que el semáforo esté en verde. Hay muchas personas que esperan para cruzar también y muchas personas que viajan en los ómnibus. Cruzo la avenida y ya estoy en otra plaza, ésta está cercada por rejas y tiene juegos infantiles y también un sector para perros. Pero aquí hay muchos menos perros que en el parque, porque ahí retozan en cambio en esta plaza no pueden hacerlo. Hay personas que caminan apuradas y autos que circulan a toda velocidad. Hay perros exóticos y personas de caras extrañas y también exóticas, seguramente extranjeros que han venido a vivir a Buenos Aires ¿durante un tiempo? No lo sé, ¿lo sabe alguien? Camino una, dos cuadras, me detengo en los negocios que ofrecen pescado, joyas, perfume, loteria, bar, ropa, alfombras, y hay uno que me llama la atención más que los otros: el color frutilla, fucsia. Me detengo durante algunos minutos en la vidriera: la ropa, los juguetes, los adornos, todo es de color rosa o fucsia. Decido entrar. hay muñecas de plástico y vestidos para niñas, carteras, pañuelos, siempre dentro de la gama rosa, fucsia. Creo que también hay un aroma a chicle rosa, camino por ahí, es un decorado digno de una casa de muñecas tamaño natural. Le pregunto a una vendedoradesocupada si toda la tienda está dedicada a las muñecas y me mira casi con asombro. Creo ver una sonrisa sarcástica en su cara y me contesta: - Sí, por supuesto. ¡Enhorabuena! pienso, aunque tal vez no sea éste el adverbio que pienso. Tal vez pienso otra cosa, tal vez me indigna ver ese lugar destinado a las niñas que bien podrían estar jugando en el parque entre las flores, corriendo, saltando, o divirtiéndose con muñecas pero no así, en ese artificio, dentro de ese lugar. Descubro que además hay una peluquería y un café ahí adentro, como una casa encantada donde sólo faltan las hadas y los gnomos, pero si estuvieran ahí ¿cómo serían? No quiero aguarle la fiesta a nadie pero algunos deberían dejar que los niños usen la imaginación para jugar y no darles todo dentro de la caja con moño. La estupidización es mayor cuando veo a las madres entrar a comprar "cositas" de color fucsia al negocio: vestiditos, remeritas, carteritas, y salen con la bolsita de la compra y hablando, gesticulando encantadas con la última adquisición para las niñas. Ya se encargarán las niñas cuando crezcan de echárselo en la cara: mamá, vos no tenías tiempo para mí, no me leías jamás un cuento, podrías haber coloreado un dibujo con témperas junto a mí, mamá, mamá, mamá...
Me voy de ahí al negocio de la esquina donde hay un cartel verde que dice café y promete ser aromático. Es un bar dedicado a esa bebida que no dejaba dormir a las cabras cuando masticaban los granos de la planta. Yo también quiero tener imsomnio para poder escribir más y no pensar. El café, hay de varios tipos, me dice la moza que me atiende ¿cuál quiero tomar? No lo sé, no sé elegir entre tantos tipos de café: dígame usted contesto y ella elige. Tampoco me importa mucho, el café es de color marrón y está bien caliente. Le agrego un poco de leche que han traido en una pequeña jarra blanca. El color del líquido de la taza se convierte en un color clarísimo. Casi en el color piel de la camiseta que la abuela de mi padre me tejía para enfrentar cada invierno, en lana finita, casi invisible pero ¡qué abrigo! Después que ella dejó de tejer cada invierno esas camisetas y se fue de este mundo, no he podido encontrar ese color de la lana en ningún otro objeto. Termino de beber el café y leer el diario y me voy. Salgo a la esquina donde da el sol, ahora ha salido el sol y brilla y produce una especie de arcoiris en los charcos de agua de la calle. Y cuando voy a cruzar la calle me detengo porque un globo rojo y brillante se ha soltado de la mano de alguien y corro para que un auto no lo aplaste y veo al niño como corre por la vereda con el delantal del jardín de infantes, se ha soltado de la mano de la mujer que lo lleva y que también empuja un cochecito con un bebe y tomo el globo, durante unos segundos lo sostengo de un hilo tan poco fuerte y en unos segundos pasará a la mano del niño, se lo doy y el niño me mira con los ojos azules bien abiertos y yo miro los reflejos en los ojos del niño y sigo, sigo caminando como si ese día fuera único - y lo es - , como si los colores existieran siempre, como si siempre los viéramos, como si el color claro de la camiseta que la abuela de mi padre tejía volviera a aparecer alguna vez, como si los perros caminaran descalzos como perros y los niños jugaran al aire libre como niños, como si la sonrisa de ese niño con el globo se grabara en mi mente como un recuerdo indeleble.



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Vuelta a la Casa Tomada

El agua corre, llena la bañera y casi desborda. Está al límite, llena, entonces me sumerjo. El agua está tibia y causa placer estar ahí. Entonces veo figuras, recuerdos que aparecen y dibujan. Entonces me dejo ir, llevar ¿adónde? Entonces viajo. Tomo el colectivo y viajo, el ómnibus anda despacio, es día de semana y voy, es un día soleado y voy mirando por las ventanillas, los edificios, la ciudad gris, la ciudad me araña. Me dejo llevar porque los recuerdos son y están. Y estoy ahí. Yo estoy, estaba y estoy. Y entonces es un homenaje a mí misma. A la que fui y está, en el pasado que ahora es presente. Está, estoy. Ahí, como entonces, como ahora, estoy…
Y me saludo cada vez que paso por alguna casa dónde viví, porque ahí quedaron mis recuerdos. Entonces me saludo a mí misma porque algo mío vive ahí…
Pero las casas han sido tomadas, son casas tomadas como en el cuento de Julio … Poco a poco las han ido tomando otros…
Entonces escribo, escribo para recordar, para encontrarme a mi misma y recordar y verme ahí, hace tanto tiempo y sin embargo…
Hay que dejar tranquilos a los fantasmas… que habiten, que llenen la casa tomada mientras nosotros, desde aquí, ¿cómo llamarla? Realidad, pies en la tierra, seguimos pensando ¿en ellos?


Camino casi con precisión. La vereda ancha me lo permite, del lado del sol, pasado mediodía percibo el aire fresco, las puertas: casi todas cerradas. Los negocios, a esta hora duermen la siesta. Alguna vez arrojé la llave de la casa a la alcantarilla. ¿Arrojé, dije? No estaría tan segura, no lo estoy, y es más, ahora no estoy segura de nada. Antes de convertirme en un insecto, antes de ser Gregorio Samsa, lo intento. Lo voy a intentar. Hace tanto tiempo lo he planificado y hasta he trazado un mapa con las coordenadas. Tantas cuadras para un lado, tantas cuadras para otro. Girar, hacia un lado primero, después caminar. Como un ciego cerca de las paredes de las casas como si hacerlo me brindara cierta seguridad de la que jamás he gozado. Como algo sí que es seguro y de eso prefiero no hablar, por ahora. Prefiero detener el tiempo y el destino y volver a la casa tomada. Porque ellos, ellos que andan por ahí tomando las habitaciones en la casa, haciendo extraños ruidos. Voy a exorcizar el conjuro que me ha traído hasta aquí. Mi corazón late rapidísimo como un caballo al galope. Hasta aquí he cruzado varios paisajes, disímiles, hasta contradictorios: monumento al soldado, el gauchito gil, paisajes que hablan- a veces - y sólo pájaros que cantan en las ramas. He venido hasta aquí sólo para escuchar los sonidos… de la casa.

¿Sólo para escuchar?…

Porque la casa sigue tomada…


Entonces, sentada en un café elucubro planes, estrategias. Costaría menos si la casa tuviera chimenea. Entrar por el techo y sorprenderlos. A ellos, los que habitan la casa tomada.
Las ventanas están tapiadas, Convertirme en Jane, la chica de Tarzán y entrar con tambores y gritos aferrada a una liana.
Sí, escucho los tambores y los gritos y es de noche. Ellos entonces, vienen…


Vienen marchando con luces y disfraces, cierro los ojos y ahora sé qué es lo que ocurrirá. Estoy ahí hace tanto tiempo…
La música, los silbatos, las panderetas. Lo había olvidado: es Carnaval. Se acerca alguien y me arroja papel picado en la cara: no voy a llorar. Entonces sé que esta es la contraseña para que suba de una vez por todas a la carroza. Pero no es cualquier carroza de este Carnaval, sino la de Orfeo, alguien extiende su mano…- Subí, dice. Tiene los ojos pintados, la cara, el cuerpo. Subo. La carroza sigue el desfile: pasamos por la casa, las ventanas están cerradas. Orfeo tiene su lira en la mano y canta. Apenas me pregunta algo, oigo su voz casi es un susurro. La comparsa sigue, hombres y mujeres bailan con frenesí. Cierro los ojos, ya no sé dónde estoy. El papel picado y las serpentinas caen sobre mi cabeza. En otra carroza un hombre baila. La carroza sigue . Orfeo, digo ¿adónde quiere llevarme?
Orfeo me mira a los ojos, y dice: a la casa tomada.


¡Orfeo! ¡Orfeo! Pasamos por una arboleda y los árboles acarician nuestra cara, nuestra cabeza ¡Orfeo! Está bien aquí. Quiero volver …
Antes vamos a dar un paseo, es Carnaval, dice. Hay que divertirse…


No sé dónde estoy, sigo sin saber, ni quién es este ser disfrazado de Orfeo, ni adónde me lleva, ni adónde voy…


¡Orfeo! Lo llamo, pero no responde. Sólo escucho su voz diciéndome:- no podés volver a la casa tomada.

¿Por qué? Pregunto. Orfeo canta, canta una canción que no comprendo. Porque todo es extrañeza y yo soy una extraña dentro de mi piel…
Estamos en la oscuridad más absoluta, pasamos por varias casas, por la arboleda. El ruido del agua me sobresalta… las olas golpean en la costa. Entonces Orfeo da una orden y la carroza se detiene. Hombres y mujeres se tiran entonces a dormir sobre el pasto, sobre la tierra, en cualquier parte, extenuados de tanto bailar. Los primeros rayos de luz me muestran un paisaje distinto. Orfeo está ahí, conmigo, mirando la salida del sol. Lo miro, permanece impasible, mirando…
¡Orfeo! Lo llamo, y no contesta..
Se da vuelta y me hace señas, me señala el lugar adónde debo ir. Es una piedra y me siento ahí. Me quedo quieta, mirando junto a Orfeo la salida del sol….
Admito ahora que la cara de Orfeo es una máscara.


Orfeo – le digo
¿Qué? Contesta
Quiero ver tu cara sin la máscara.
Eso no es posible – contesta
¿Por qué?
Porque no sé si soy Orfeo si me quito la máscara
¿Cómo haré para saber entonces quíén sos?
Hay que seguir el juego…
Hoy se termina.
¿Qué cosa?
El Carnaval, se termina…
El Carnaval sí, pero la vida no.
Nunca sabré qué sos ni qué juego es éste.
Como la vida ¿no?
Casi
¿Querés volver a casa tomada?
Es sólo una casa
Poblada por fantasmas, vacía
Orfeo no dice nada más.


Es de noche. Debo cruzar el río, me advierten del peligro: hasta llegar a la otra orilla tendrás que atravesar peligros, hay víboras, reptiles, camalotes, ramas, el suelo es fangoso, arena de río negra.
Tengo que ir, digo, como si cumpliera una misión y camino en el agua, de noche, sabiendo que la otra orilla está allá, más allá, lejos, hay que continuar….


Llegada a la otra orilla, atravesados todos los peligros, salgo indemne, el sol lentamente se va reflejando en el río. Miro el brillo del sol en el agua. Son muchos soles dormidos en la superficie y brillan.
Entonces ingreso en un lugar de piedra, una mina de rodocrosita, piedra rosa, brillante, que espeja mi cara y mi cuerpo. Entonces recuerdo los espejos deformantes del parque de diversiones, los autos chocadores… Me gustaba mirarme en esos espejos: era más alta y más flaca, luego más petisa y gorda, pero nunca era yo. Era divertido y siniestro a la vez: mirarse en los espejos y no ver más que una imagen deforme donde nunca era yo. Luego los autos: subirse a ellos para chocar con otros, girar a toda velocidad y conducir mal, estrellarse con otro auto por pura diversión en círculos, en zigzag, nunca en un camino trazado de antemano.


Vuelta a la otra orilla, miro el río, las olas cuando quiero y debo irme Orfeo ya no está. Se ha ido. No sé quién era. Sólo recuerdo su voz y sus palabras: no podés volver a casa tomada, ahora no…
Es mediodía y el sol está en lo alto. Los hombres y las mujeres de la carroza se van despabilando.
Estoy lejos de ahí, me he ido alejando, me llevo conmigo, ellos no saben quién soy. Detengo la mirada por unos momentos en el agua. Algún pájaro se posa en una rama y canta.




Copyright:

Del artículo y las ilustraciones:
©Ángel Brichs Papiol

De las fuentes sobre la biografía y los relatos:

© Araceli Otamendi



Publicado en este blog bajo consentimiento de la autora:

Publicado por ZENIUS en 21:47 
Etiquetas: Colaboradores
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1 comentarios:

luis benítez dijo...
Apreciada Araceli: coincido plenamente con las apreciaciones críticas que introducen a tus tres muy buenos relatos, que leí con interés y placer. Son, ciertamente, piezas muy logradas! Como siempre sucede, de las tres criaturas alguna nos gusta todavía más de lo que nos gustan las otras: en mi caso, el último cuento, Vuelta a la Casa Tomada, me resultó particularmente ENCANTADOR, así, con mayúsculas. Felicitaciones!
Luis Benítez

Enlaces a esta entrada

novela policial Pájaros debajo de la piel y cerveza- críticas y notas



Diario El Universal - Panamá



Revista La Maga, Buenos Aires





Revista Los libros del mes

Estas son algunas de las críticas que se publicaron sobre la novela policial Pájaros debajo de la piel y cerveza, Premio Fundación El Libro-Edenor, en el marco de la XX Feria Iinternacional del Libro de Buenos Aires.




El libro del desasosiego de Fernando Pessoa - nota







nota publicada en la revista Cultura Segunda época

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados


miércoles, 18 de noviembre de 2009

Cuento: La calesita - en castellano y su traducción al inglés*



LA CALESITA 


Los ojos oscuros de la nena están fijos en un punto, traslucen una mezcla de asombro y desaliento. Es muy niña, tal vez dos o tres años. Las manos pequeñas se asían firmemente al eje del caballito de madera, como si no tuvieran algo más de dónde sostenerse. El sol dibuja siluetas multiformes en la vereda redonda  y mojada por la lluvia de hace un  rato y las expande más allá de las rejas un poco oxidadas. Algunas nubes parecen caballos blancos, levantan las patas traseras mientras sus "manos" agitan el aire. Sentados en un banco dentro del recinto limitado por las rejas un hombre y una mujer se besan incansablemente. Se exploran con sus lenguas más allá de los labios húmedos de ambos. El es joven, de aspecto rudo, los brazos musculosos y firmes insinúan un trabajo que le exige esfuerzo físico. El pelo es corto y ondulado, tiene ojos oscuros de mirada vivaz. Ahueca las manos grandes y firmes en la nuca de la mujer. Usa un jean y una camisa muy abierta que le dan un aire desaliñado. Mientras la calesita da vueltas y más vueltas suena una música horrible y vulgar, sonidos guturales llegan casi a lastimar los oídos. Yo soy Rosita, yo soy José, las dos ratitas de la tevé, liralalira, liralalira, yo soy Rosita, yo soy José... Así, las notas discordantes se suman al calor de la tarde y tornan la atmósfera más insoportable. 

La nena lame un chupetín mientras el caballito avanza en círculo acercándose a la pareja que sigue besándose. Algunos segundos antes, la mujer ha deslizado un puñado de fichas en las manos del infeliz que da la sortija y se ha entregado otra vez a las caricias y besos del hombre. Ella es menuda, morena y en sus ojos hay un aire indiferente. Sentada, parece más pequeña, más flaca. La ropa es de confección barata y los movimientos que ejecuta con el cuerpo mientras besa al hombre son algo nerviosos. La mujer no deja de cruzar las piernas, alterna la de arriba con la de abajo, ni deja de mover las manos con largas uñas pintadas de rojo intenso crispadas detrás de la espalda del hombre. 

Los ojos oscuros de la nena se detienen en la escena cada vez que el caballito pasa frente a la pareja. La mirada inexpresiva e infantil queda vagando en el aire. Solo puede verse en ellos una expresión mansa y el desamparo. Cada tanto el infeliz rengo y desdentado recoge las fichas y comenta algo con el hombre gordo que las vende, los dos se miran y las miradas se posan después en el hombre y en la mujer. 
El sol ya corrió algunos pasos las sombras irregulares y el cielo tiene el brillo de los mejores días del verano que llega a su fin. Ahora el infeliz va juntando de a una  las fichas que le entregan los niños hasta que llega a la mujer: 

-Señora, se acabaron las fichas, ¿va a comprar más o se lleva a la chica? 

Ella no le contesta, se separa bruscamente del hombre, el semblante rojo y húmedo y desata la correa  que sujeta a la nena y la baja del caballo. Sin decir nada toma a la nena de la mano y las dos se alejan. El hombre camina unos pasos más atrás. 

Todavía juega el sol entre las copas de los árboles florecidos y hace brillar las hojas con verdes más intensos. Hay una mezcla de perfumes de árboles en flor, retamas y tilos. 

La calesita sigue girando, con  la molesta música de carnaval interrumpida solo por el chirrido esporádico de los ejes. Algunos chicos patean la pelota hasta que salta sobre las rejas y  cuando el desdentado no los ve, aprovechan para dar gratis una vuelta.

Ahora es de noche, sopla un viento fuerte y seco y los árboles se inclinan lo suficiente para emitir algo así como un quejido que se filtra por  la ventana. Un gato camina por el techo con pasos sigilosos. Se detiene y encoge su cuerpo para atrapar alguna presa. La nena duerme abrazada a un osito azul, la respiración puede percibirse más allá de la puerta que da al comedor. El sueño de la nena es profundo hasta que unas voces altisonantes la despiertan. La nena se acerca a la puerta y escucha: 

-Si no me crees, preguntale a la nena, estuvimos toda la tarde en la calesita. 

Los gritos continúan mezclándose y la discusión sube de tono. Los ojos de la nena vuelven a estar fijos en un punto, las manos asidas al eje de un caballo imaginario y la mirada vacía de expresión triste y somnolienta. Vuelve a su cama, levanta el oso azul entre sus brazos y se queda muy quieta parada detrás de la puerta. Las voces se confunden con el ladrido de los perros, el crujir de los muebles, el silbido del viento. No la dejan oír claramente lo que discuten. De pronto, suena el primer disparo; la nena corre a su cama y se tapa con las sábanas. Casi sin respirar. Cuando llega la policía le hacen una serie de preguntas que no puede contestar. 

© Araceli Otamendi

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THE MERRY-GO-ROUND 



The dark eyes of the little girl are fixed on a point, they reveal a mixture of bewilderment and dismay. She is still very small, maybe two or three years old. The tiny hands are held firmly at the base pole of the wooden horse, as if they have no place else for support. The sun draws multiform silhouettes in the round path that has been dampened by the recent rain, expanding them beyond the oxidized railings. Some clouds resemble white horses, lifting their hind legs while the front “hands” circulate the air. Sitting on a bench inside a space surrounded by railings a man and a woman are kissing unrelentingly. They explore each other with their tongues going beyond the moist lips. He is young, rugged, with dark short wavy hair and dark lively eyes. Firm and muscular arms suggest a job that requires heavy physical labor. He is holding the head of the woman with both hands. The open shirt and jeans he wears gives him a slovenly air. Meanwhile the merry-go-round turns and turns plays a horrible and vulgar music, guttural sounds that almost hurt the ears. I am Rosita and I am Jose, the two little rats from Teevee, liralira, liralira, I am Rosita and I am Jose. In this manner the off tune notes add to the hot afternoon and make the atmosphere more unbearable. 

The little girl licks a lollipop while the little carousel horse rotates and nears the couple who continue kissing. A few seconds before the woman had dropped a fistful of tokens into the hands of the poor wretch who runs the merry-go-round,and surrenders again to the caresses and kisses of the man. She has a slight physique, dark skin and there is an air of indifference in her eyes. Seated, she seems smaller, skinnier. Her clothes look cheap and the movements that she makes with her body while she kisses the man are somewhat nervous. The woman does not stop crossing her legs, alternating the top one with the bottom, nor does she stop moving her hands with fingernails painted bright red tensed behind the man’s back. 

The dark eyes of the little girl are fixed on the scene each time the wooden horse passes in front of the pair. The inexpressive infantile stare keeps wandering in the air. The only thing that can be read in them is a docile expression of vulnerability. Each time the crippled and toothless wretch collects the tokens, he makes a comment to the fat man who sells them, the two look at each other and then fix their stares on the man and the woman. 

The sun has moved beyond lopsided shadows and the sky has the brightness of the best days of summer that are coming to an end. Now the wretch is collecting one by one the tokens handed to him by the children until he comes to the woman: 

“Lady, the tokens are used up, do you want to buy more or will you take the girl?”  
_ She does not answer and pulls away abruptly from the man, her face is red and damp and she unties the leash that holds the little girl and gets her down from the horse. Without saying a word, she takes the little girl by the hand and the two walk away. The man walks a few steps behind them. 

The sun is still playing among the treetops in bloom making the greens of the leaves shine brighter. There is a blend of fragrances of the Yellow Elder and Lime trees that are blooming. 

The Merry-Go-Round keeps turning, with an annoying carnival music that is interrupted only by the sporadic screeching of the axles. Some children kick the ball until it lands over the rails and when the toothless man does not see them, they take advantage and ride one free turn. 

It is now nighttime. A strong and dry wind is blowing and the trees tilt enough to release something of a moan that filters through the window. A cat walks on the roof with cautious steps. It stops and crouches up to catch another victim. The little girl sleeps embracing a blue teddy bear; the breathing can be felt past the door that faces the dining room. The little girl sleeps soundly until some high-pitched voices awaken her. The little girl approaches the door and listens: 

“If you don’t believe me, ask the child, we spent all afternoon at the Merry-Go-Round.” 

The screams continue to mix and the conversation tone rises. The eyes of the little girl are once again fixed on a point, the hands hold onto the pole of the imaginary wooden horse and the expression sad and sleepy. She returns to her bed, picks up the blue bear and stands quietly behind the door. The voices blend with the barking of dogs, the screeching of furniture, the wind whistling. She cannot hear clearly what they are arguing about. Suddenly, the first shot is heard, the little girl runs to the bed and covers herself with the sheets almost without breathing. When the police arrive they ask her a series of questions she cannot answer. 

© Araceli Otamendi
© de la traducción al inglés  Alicia Zavala Galván

 *el cuento La calesita en castellano y su traducción al inglés junto con la ilustración al inglés  más la fotografía de Manuel Girón forman parte de un cuadernario, proyecto de Nela Rio, Presidenta del Registro de Autores Creativos (Canadá)


El cuento La Calesita ha recibido la siguiente crítica de Conny Palacios:


"La Calesita" es un cuento corto de ambiente urbano con un final inesperado. El tema se puede definir como el de la inocencia ultrajada. Los personajes y el espacio físico donde se desarrolla la acción no tienen nombre ya que lo que parece importar en el cuento es la denuncia sostenida del abuso al que son sometidos los niños, no importa la clase social ni el país. 

El argumento es sencillo, asistimos a la representación de dos escenas: La 1ª, nos muestra a una niña sentada en un caballito de madera dando vueltas y vueltas en una calesita, mientras a pocos pasos de ella, una mujer y un hombre se besan apasionadamente. No sabemos la relación entre la mujer y la niña, pero deducimos que son familia, ya que al atardecer se van juntas. La 2ª, se desarrolla por la noche, en una atmósfera un poco tensa. Vemos el desamparo de la niña que duerme sola abrazada a un osito azul. De repente la niña despierta por las voces alteradas de la mujer que discute con un hombre diferente al de la tarde. Sabemos que es distinto porque la mujer se defiende, suponemos que de una acusación que el hombre le hace, diciendo: “Si no me crees, preguntale a la nena, estuvimos toda la tarde en la calesita.”  La escena termina abruptamente con un disparo. 

El cuento se caracteriza por la nota predominante de lo feo en dos niveles: un nivel moral, dado por la falta de pudor de la pareja en la primera escena, y el engaño de la mujer en la segunda. El otro nivel se da en el espacio físico, y se observa en la música de fondo “horrible y vulgar” que dice así: "Yo soy Rosita, yo soy José, las dos ratitas de la tevé, liralalira, liralalira, yo soy Rosita, yo soy José…" 

En cuanto a la técnica, el cuento se desliza sobre un tiempo lento, comienza por la mañana y termina por la noche. Tiempo acentuado por el ritmo moroso de la narración, ritmo que se enfatiza por la falta de diálogo, con la intención probablemente por parte de la autora, de que el lector tome conciencia del abuso a que son sometidos los niños. Además Araceli Otamendi utiliza el contraste entre lo doblemente feo –la acción que se denuncia y el espacio físico en que se desarrolla-, y la belleza casi prístina de la naturaleza. La Belleza en un sentido amplio sirve de marco a lo abyecto de la situación. Al principio de la narración nos introducimos en una mañana donde acaba de llover y las nubes semejan “caballos blancos” y por la tarde, ya casi al anochecer: "Todavía juega el sol entre las copas de los árboles florecidos y hace brillar las hojas con verdes más intensos. Hay una mezcla de perfumes de árboles en flor, retamas y tilos."
En conclusión, “La Calesita” es un cuento de denuncia y se suma a las voces de otros autores hispanoamericanos contemporáneos, como bien dijera César Ferreira en su artículo titulado "Los legados de Julio Ramón Ribeyro", que "se esfuerzan por escribir obras de corte realista y urbano que reflejen los nuevos retos a los que se enfrenta la sociedad que les da origen." 
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